Federico Ricca y un retrovisor roto

Federico Ricca y un retrovisor roto

Fuimos a Málaga con la ilusión del agua con sal y volvimos con un espejo retrovisor roto. De una patada, intuimos. Como también intuimos que el motivo había sido ese pequeño banderín con el escudo del Rayo que lucía nuestro Ford Orión en una de las ventanillas. Era imposible tener la certeza, pero albergábamos la seguridad total de que aquello era una muestra de hostilidad de cara a una temporada en la que Rayo y Málaga iban a ser supuestos rivales directos por el ascenso a Primera. Podían haber sido unos borrachos de madrugada, unos chavales que hacían sus primeras gamberradas o vaya usted a saber qué. Pero no. Concluimos que era una especie de revancha anticipada. Como si nos marcasen el territorio. “Aquí no, ese escudo no es bienvenido”, decía ese espejo lánguido, colgando de unos hilillos ya sin vida, en mitad de Fuengirola.

Tal fue la seguridad que, en posteriores viajes, empezamos a quitar el banderín para evitar desagradables represalias. El banderín era el clásico con flecos y ventosa para pegar con saliva en el cristal. De esos que hoy apenas se ven ya. Le tenía cariño, aunque con los años no sé dónde acabaría.

Me fui de aquellas vacaciones con la sensación de que toda la ciudad de Málaga odiaba a mi equipo. Y con la convicción de que no merecía la pena significarse si ello implicaba una agresión. Por suerte, cuando crecí revertí ese pensamiento y empecé a vestir la franjirroja en cada uno de mis viajes turísticos. Como una especie de ritual innegociable. Y gracias a esta absurda costumbre descubrí que, todo lo contrario, siempre encuentras alguien, da igual en qué ciudad estés, que elogia la franja roja. No solo no es un símbolo de discordia, sino que, para mí, es un vehículo para la amistad.

Volví a Málaga varias veces. Siempre con la zamarra franjirroja. Nunca tuve ningún problema, a pesar de que Málaga y Rayo se jugaron varios ascensos y descensos en diversas temporadas. No importa: el fútbol solo es fútbol. Aunque a veces duela. Precisamente, de Málaga guardo uno de los peores recuerdos rayistas de los últimos años.

Todos hablan de Anoeta. Siempre. Es el lugar maldito. Y, sin embargo, de aquella temporada nefasta, yo solo soy capaz de visualizar La Rosaleda. Y un nombre: Federico Ricca. Una falta innecesaria en una noche de lunes que quedará en la memoria de todo rayista. Un remate mordido que se cuela manso, llorando, en la red del equipo vallecano. De mi equipo y el tuyo. Un segundo y, de buenas a primeras, todo cambia. Pasas de estar casi celebrando una salvación virtual a sacar la calculadora para comprobar que ahora solo te salva una carambola de difícil consecución. Federico Ricca, un jugador al que no has vuelto a ver. No sabes dónde está; porque siempre está contigo, en tu recuerdo, metiendo una y otra vez el gol más doloroso del mundo.

El Rayo vuelve a visitar La Rosaleda -campo mítico del fútbol español- y lo vuelve a hacer entre semana. Nada tiene que ver la situación de los dos equipos con la que tenían entonces, pero los partidos entre malaguistas y franjirrojos tienen algo de ese fútbol añejo que todos añoramos.

Ojalá no tengamos que lamentarnos otra vez. Y que no se rompa ningún espejo, que gane la pelota y que el Rayo marque un gol más que su querido enemigo.

Imagen: JORGE ZAPATA (EFE)