¿Y si Julen no tuviera razón?

14/01/2015
¿Y si Julen no tuviera razón?

Copa de la UEFA 2001, cuartos de final. El Rayo cae en Mendizorroza y apela a la épica para remontar la eliminatoria en Vallecas.

Hay veces que las cosas no salen como uno espera. En el fútbol, también. Por ejemplo, los que fuimos a Vitoria a ver al Rayo en los octavos de la UEFA nunca imaginamos que acabaríamos la noche en el hospital. A esa hora, la cosa pintaba como para estar celebrando en cualquier sidrería del casco viejo la victoria, el empate o el gol que valdría doble en la vuelta, pero no. Eran las tantas y los enviados especiales de Madrid habíamos ido directamente de Mendizorroza al hospital. Mingo estaba allí con la cabeza medio abierta. El pobre Helder se la había rematado en el último balón dividido antes del desastre. El Alavés sólo ganaba por la mínima. Azkoitia (sí, el mismo) había aprovechado uno de los mil desajustes del Rayo para marcar, pero el partido caminaba ya hacia el final y el resultado permitía albergar esperanzas para la vuelta. Sin embargo Eggen y Vucko extirparon cualquier ilusión en dos minutos. La locomotora lusa acabó el choque vendado pero en pie. Mingo se enteró del tres a cero en una camilla del hospital de Txagorritxu.

En la sala de espera no se oía ni una mosca. Si había algo que decir, se había dicho ya en antena. Sólo sonaban las alarmas de los sms y las llamadas desde la redacción. Mingo recibiría el alta en breve, pero su cabeza no era lo único que se nos había roto aquella noche.

Volvimos al Parador de Argómaniz con el estómago vacío pero sin ganas de cenar. El Rayo se había acuartelado allí porque sólo tres días después repetía con el Alavés en la Liga, antes de afrontar la vuelta en Vallecas.

Nos impresionó ver a Julen Lopetegui, el capitán, sollozando como nunca  habríamos sospechado por perder un partido.

Hacía una noche de lobos, de esas que el invierno se deja para el final, pero al apearnos del coche de alquiler vimos que no estábamos solos. Había una sombra que se movía entre la penumbra, yendo y viniendo sobre sus pasos. A medida que nos acercábamos, la luz y la cercanía revelaron que se trataba de alguien que llevaba el chándal del equipo. Por su complexión atlética, lo más probable es que fuera un jugador, seguramente el clásico futbolista que sufriría de insomnio después de un partido importante. O tal vez hablaba por teléfono con su mujer. Quizá quisiera pasar página y saber cómo habían cenado los niños aquella noche. O puede que hubiera llamado a su representante, quién sabe si la grada estaba llena de ojeadores. Sin embargo, ya a pocos metros, pudimos constatar que no había un móvil pegado a su oreja y que no hablaba, porque sencillamente no podía hacerlo. Cuando lo tuvimos delante, nos impresionó ver a Julen Lopetegui, el capitán, derrumbado como un niño, sollozando como nunca  habríamos sospechado por perder un partido. Fue ahí, en ese momento y lugar, cuando comprendimos que aquella no había sido una derrota más. Había sido la última gran derrota del Rayo, y Lopetegui lo sabía.

– Se nos ha escapado, joder. Lo teníamos y se nos ha escapado. Igual el Rayo no vuelve nunca más  hasta aquí…

No le respondimos. No hacía falta. Era una evidencia desoladora.

Los tres días siguientes  en la llanada alavesa parecían alargarse casi hasta el infinito. El Parador era más una cárcel que un palacete renacentista. Había tedio y ganas de volver. Y eso se notó en el partido de Liga que el azar había ensartado entre los dos de la UEFA. El Rayo volvió a caer goleado. Cuatro a dos, y agur Vitoria.

La vuelta se rodeó de toda la coreografía propia de las grandes remontadas: llamadas a la épica, al corazón y a la ilusión de la plantilla y de la afición, pero esta vez el fútbol fue más tozudo. El Rayo salió al abordaje pero a los veinte minutos Jordi Cruyff ya había terminado de empapar los fuegos artificiales. Luego Quevedo y Luis Cembranos, de penalti, dignificaron la despedida.

Han pasado casi quince años y el tiempo ha demostrado que Lopetegui tenía razón. Aunque Paco Jémez sabe que a veces las cosas no salen como se espera…

Rodrigo de Pablo

 

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