El paralelismo entre la película de Sam Peckinpah y el Rayo Vallecano de Paco Jémez es brutal.
Existen dos formas de morir: magullado, con varias heridas y recibiendo el último golpe en pie tras haber prestado batalla o con una sola y escondido detrás de la mesa o la pared. En una bellísima escena de Grupo Salvaje, hacia el final de la película, el cineasta Sam Peckinpah conduce a sus personajes a una encrucijada sin salida. A lo largo del film varias decisiones y enfrentamientos los han situado en una posición delicada, hasta el punto de encontrarse a las puertas de una batalla con designios de oscuro final. Su grupo de forajidos saben que están ante una muerte irremediable, pero lejos de esconderse deciden salir a buscarla. Son cinco, el enemigo es un ejército íntegro y bien armado que aglutina fuerzas de toda procedencia, pero, conscientes de que en cualquier caso la más probable de las suertes que corran sea la muerte, se lanzan a abrazarla, a compartir una última batalla, a disfrutar del placer de combatir una última vez. Y lo hacen disfrutando, algo que el director deja claro con una maravillosa escena en la que antes de entrar en batalla todos ríen como forma de despedida.
«Al final, los cobardes ni serán recordados ni cumplirán sus objetivos».
En cada partido que juega el Rayo contra uno de los todopoderosos de la Liga, me gusta imaginar a nuestros jugadores como esos forajidos que pelean hasta cada gota de sudor por los suyos. Quizás sea romántico, o un hombre de películas, pero lo cierto es que, sí, cien veces preferiría un 5-2 como el de esta semana que un 1-0 escondido tras el muro. Los partidos de un equipo como el Rayo contra los grandes son como la batalla de los salvajes de Peckinpah contra el ejército mejicano de la película. Las probabilidades de muerte son todas. Y yo, prefiero plantar cara y golpear que el estilo Mayweather. Acepto y disfruto ese intercambio de golpes. Llamadme ingenuo.
Todas las temporadas, cuando toca jugar con el Madrid o el Barça, escucho con mucha diversión a periodistas y forofos de ambos lados. Periodistas y aficionados que no han visto más que 12 o 13 partidos del Rayo en los cuatro años de comandancia de Jémez que se atreven a aventurar que contra el Barça o el Madrid se deja ganar y no compite. Lo cierto es que más allá de hooligans y bufandillas, el Rayo compite de la misma forma contra unos que contra otros, ya sean de la parte noble burguesa o de la zona baja de la ciudad, ya sean indios, vikingos o vaqueros. Y el día que no salga a competir a pecho descubierto en el Camp Nou o el Bernabéu, amén de llevarse una goleada, tendremos que asustarnos, porque probablemente ya no esté en condiciones de competir contra nadie y sea solo una sombra condenada a esfumarse.
«Cien veces preferiría un 5-2 como el de esta semana que un 1-0 escondido tras el muro».
Hay pocas posibilidades de salir con vida del envite. Pocas o casi ninguna. Lo sabemos. Pero si algo tienen en común el Rayo de Jémez y el grupo salvaje de Peckinpah es que ambos son conscientes de que la única posibilidad pasa por presentar batalla y no por resguardarse para no recibir golpes. De otra forma no hay escapatoria. Al final, los cobardes ni serán recordados ni cumplirán sus objetivos. Y tanto en la película como en cada temporada del Rayo, el cómputo global de muertes, batallas ganadas y victorias es claramente favorable al planteamiento de pelea y coraje. Por eso, cuando Pike Bishop, Dutch, Tector y Lyle se miran y sonríen antes de luchar con fiereza, ya no importa qué suceda después, sino todo lo que ha tenido lugar antes. Lo mismo que cuando la franja sale al césped del Camp Nou, el Bernabéu o el Calderón. La victoria está ahí, no depende del resultado; lo sabía bien Peckinpah, cuya filmografía oscila siempre entre perdedores, finales, despedidas y atmósferas crepusculares. Y de eso, la franja también sabe mucho.
Jesús Villaverde Sánchez