Cuando en tu equipo del alma los acontecimientos se tornan tan negativos como en el Rayo, al final, la desilusión se apodera de ti.
Antes de que empieces a leer, querido y seguramente franjirrojo lector, te ruego que me disculpes. Te pido perdón por las siguientes líneas. En ellas no vas a encontrar arengas, mensajes positivos, optimismo o bonitas palabras. Lo siento, pero eso hace tiempo que ya se esfumó. Ni siquiera sabría recordar el momento exacto en el que descubrí que el Rayo apenas me ilusionaba ya. Porque, sí, eso es exactamente lo que vas a encontrar en este texto: desilusión.
La desilusión de un hincha que ve como el camino se ha tornado en una cuesta arriba interminable y cada vez más empinada. No sé cuándo ocurrió. No tengo ni idea. Supongo que, como en esas relaciones que se rompen, fue algo progresivo. Que no tuvo lugar de la noche a la mañana. Quizás este mundo no estaba preparado para algo como lo nuestro. Quizás este nuevo fútbol tampoco lo esté para nuestra idiosincrasia. No lo sé. Quizás también, por qué no, todas estas líneas sean solo fruto del calentamiento por una nueva derrota insulsa. O la excusa de alguien que busca terapia en la escritura. Ni idea. Disculpen mi ignorancia al respecto.
«El Rayo como lo hemos conocido parece hoy en día un inasible»
Lo cierto es que la situación no es nueva. Es más, lo real es que todo viene arrastrado desde hace mucho tiempo. Y no menos cierto es que, antes, algo tan voluble como el placebo de lo deportivo lo mantenía todo en una suerte de standby. Los resultados y las (pocas) alegrías deportivas conseguían renovar, cada cierto tiempo, la ilusión por el equipo. Pese a todo y pese a todos. Las ganas de hacer que la relación siguiese funcionando como al principio volvían renovadas. Pero no. Hace tiempo que ya ni siquiera los parches funcionan. La situación convulsa que rodea al club, siempre al borde de un ataque de nervios; el populismo de un entrenador tan falto de plan como sobrado de palabrería complaciente y la incompetencia manifiesta del grueso de una plantilla que ni siente ni padece –o esa es la sensación que transmite– han terminado por dinamitar o mermar de forma notable lo incontenible de una pasión que parecía irreducible.
La realidad es completamente indescifrable hoy. Ajena, incluso, a todos aquellos que sufrimos la franja con todo nuestro ahínco. Tan extraña como el señor que maneja la nave directamente hasta un precipicio o hacía el iceberg que consiga hundirla definitivamente. Insisto: perdonad esta suerte de carta y esta escritura desde los intestinos; disculpad que insista en mitigar lo que siento como hincha con vuestra incuantificable complicidad. Pero hoy veo al Rayo falto de la alegría con la que nos enamoró, ganase o perdiese. Lo veo, lo atiendo y me siento a su lado cada día como lo haría con un familiar enfermo que languidece. Da la sensación de que asistir a cada nueva situación en torno a la franja es como mirar esa estrella a la que sabes muerta desde hace tiempo, pero cuyo intermitente resplandor aún te engaña para que la creas con vida. Y sí, hace tiempo que creo estar asistiendo a una última etapa. No sé de qué, pero a un final. Una agonía de la que solo esperas una cosa: que pase pronto y que, por favor, no se sufra más de lo necesario. Esos últimos días en los que esperas que ocurra algo que, milagrosamente, devuelva todo a su estado natural, a los mejores momentos, a la vida tal y como la conocíamos antes. Pero esa es la principal pega que tiene mirar hacia atrás. Todo es parte del pasado.
«Antes, algo tan voluble como el placebo de lo deportivo lo mantenía todo en una suerte de standby»»
El Rayo como lo hemos conocido parece hoy en día un inasible, una meta inalcanzable más allá de los resultados (gracias, Presa). Pero también si atendemos a ellos (gracias a quien corresponda). La imagen que transmite actualmente es la de un equipo en principio de descomposición. Suena complicado, difícil de entender, y aunque sé que el próximo jueves, cuando despierte, volveré a sentir el gusanillo del día de partido, y que llegaré a la grada cargado de ilusiones renovadas, borrón y cuenta nueva, también sé que no es de la misma forma que era antes. Algo ha cambiado. Si antes cada derrota era motivo suficiente para levantar la cabeza, calentar la garganta y esperar al próximo partido con apetitos, actualmente significa bajar la cabeza, sentir los alientos de viejos fantasmas y tratar de pensar lo menos posible en fútbol. Ni siquiera ese orgullo de vestirse la camiseta minutos después de perder estrepitosamente tiene el mismo efecto balsámico. Por eso duele de forma incomparable, porque uno siente que, al desalentarse, está fallando a aquellos a los que quiere tanto, a sus predecesores e incluso a sus hermanos de grada y sentimiento. Consecuencias de vivir perdido entre la desilusión, la esperanza del sentenciado y las constelaciones muertas. De seguir, pese a todo, enamorados de una franja, aunque a veces, últimamente tantas veces, duela.
Jesús Villaverde Sánchez