A nadie le gusta que se rían de él. Cosas del orgullo y del amor propio. De la dignidad, incluso, si nos ponemos algo dramáticos. A nadie. Y si conocen alguien que diga que no le importa, no se fíen de esa persona: miente. Yo, como no quiero mentir, que bastante hacen con venir aquí a leer unas líneas sobre el Rayo en la situación que atraviesa, les digo que a mí tampoco me gusta que se rían de mí. Y para continuar con este absurdo arrebato de sinceridad espontánea –y por qué no, públicamente íntima– les aseguraré que este artículo lo firma el hincha rayista que vive en mí por delante del periodista que comparte espacio con él.
El mensaje es rotundo. Ya estoy harto de que se carcajeen en mi cara. Porque, desde el pasado mayo, esa es la sensación que me queda casi en cada partido, o más bien con cada comparecencia (sea deportiva, comunicativa, empresarial o lo que buenamente se nos ocurra) del Rayo Vallecano. La extraña impotencia de que se están riendo de uno sin que pueda hacer nada por evitarlo. Así de claro, rotundo y demoledor. En el circo en el que se ha convertido el equipo de Vallekas sobran payasos.
«Aquí ya no tienen sitio los besa escudos ni las palabras bonitas. Aquí lo que vale, y más ahora que nunca, es arremangarse y trabajar»
Desde el bochornoso espectáculo de Anoeta, en el que se consumó un descenso bajo el que todavía planea la sospecha (y lo que te rondaré…), hasta hoy todo han sido indecentes carcajadas. Y quizás por la fuerte lluvia, el pasado sábado durante el encuentro contra el UCAM Murcia, el vaso de la paciencia se desbordó. Basta un gesto para que afloren todos los reproches. De la misma forma en la que un simple movimiento para levantar el dique puede hacer que un embalse se desborde de forma incontrolable. El caso es que, la tarde del sábado en torno a las 18.35 horas, mi paciencia se terminó de agotar. La parsimoniosa salida del terreno de juego del alemán Patrick Ebert, sustituido por Comesaña a falta de doce minutos tras 78 minutos calamitosos, me pareció una burla en toda regla. Una falta de respeto tanto al aficionado rayista, como al club y la camiseta que viste o al resto de compañeros, sobre todo a los chavales que se matan por jugar sin ver recompensado su esfuerzo con minutos.
Y en efecto, la gota que colmó el vaso. Con el cadáver deportivo de Sandoval aún caliente, en mi retina golpean, todavía, los terribles desaires de gente veterana que, supuestamente, era la que iba a llevar el barco a Primera otra vez. Acomodados con renovaciones incomprensibles –cabría llamarlos planes de retirada– que, además de cerrar la puerta de jóvenes con hambre y ganas de defender la franja, se carcajean de forma indigna tanto de la entidad como de la masa social que la secunda. Y, al parecer, de forma impune y sin que nadie pueda hacer nada para evitarlo (gracias, Presa, por hipotecar al equipo con tu incompetencia).
Ya no está Sandoval –un entrenador que tampoco era santo de mi devoción, con demasiada palabrería pero poca acción– y la pregunta es: ¿y ahora qué? Quizás es tiempo de que dejar caer las máscaras. Las de todos. Aquí ya no tienen sitio los besa escudos ni las palabras bonitas. Aquí lo que vale, y más ahora que nunca, es arremangarse y trabajar. Y si no, que se empiece a dar oportunidades a aquellos que llevan tiempo llamando a golpazos a la puerta de la primera plantilla. Que la meritocracia reconozca a los Clavería, Joni Montiel o Akieme y que sigan los Fran Beltrán, Galán, Amaya o Manucho (sí, Manucho, que será lo que queramos que sea, pero lo intenta). En Vallekas se prefiere a una decena de jugadores escasos de técnica y calidad pero que se mueran por defender al escudo al que representan que un solo crack que se muestre indolente y pasivo y solo sea capaz de echarle un pulso a su ego cada cinco minutos.
«En el circo en el que se ha convertido el equipo de Vallekas sobran payasos»
Mucho leí el sábado, tras finalizar el encuentro, sobre si habría que pitar o no a los jugadores. Mucha y por lo general mala lectura, para qué nos vamos a engañar. No soy partidario que silbar a ningún jugador que defienda la elástica franjirroja. Pero, como escribió el tuitero @PiruchVK en una de sus intervenciones: no es lo mismo vestir la franja que defenderla. Lo más acertado que leí en toda la noche sobre el estado de la cuestión. Se puede perder, claro, incluso en el último minuto y de mala manera. Pero habiendo luchado por el partido, habiendo intentado dejar la piel para que la derrota no se consume. Y eso, con escasas y honrosas excepciones a las que el joven Fran Beltrán presta rostro, hace tiempo que no se ve sobre nuestro césped. Para ellos sí comprendo la arenga final, los vítores y los cánticos de ánimo. Pero solo para ellos. No para los que se ríen sin pudor de las 7000 personas que pasaron frío, se calaron y tentaron a la pulmonía con la única ilusión de ver ganar a su Agrupación. No para las indignas carcajadas.
Jesús Villaverde Sánchez