Creo que fue Pablo Lago, o quizá fuera Van den Bergh, aquel zurdo fino y rubio que hasta ayer la ponía desde la banda en Dallas. El caso es que fueron ellos y no yo los que me animaron a subir al autobús. Yo era un becario a punto de dejar de serlo y dudé. Aquellos tipos fuera de control imponían. No dejaban de ser futbolistas y además, desde esa noche, de Primera. Así que titubeé un segundo hasta que el inefable Víctor de la Cruz me agarró del brazo al grito de «este se viene de fiesta con nosotros». Y lo que decía Víctor era ley.
En un plís plás estaba dentro, zarandeado, abrazado y rociado en champán como si fuera uno más, como si yo también le hubiera ganado al Extremadura. Fue un trayecto breve pero memorable. En el último verano del siglo pasado aún no se estilaban los descapotables, así que nos dirigíamos a la fuente de la Asamblea en el mismo autobús que le había llevado al Rayo por todos los caminos que conducían al ascenso. Pero esa noche loca del 30 de junio estaba prohibido viajar sentado. Fuera, había miles de hinchas enfebrecidos. Los cristales iban empañados de vaho y la tapicería no aguantaba ni un salto ni una burbuja más. Y, además, aquella noche inolvidable había un aprendiz de periodista a bordo que, empapado en sudor y a tientas, tecleaba compulsivamente el 8400 en su zapatófono para contarle a Margot Martín que sí, que iba dentro del bus y que podía contarlo en directo.
Recuerdo la euforia de Michelín y de Michelón; las lágrimas en los ojos de Cota, de Lopetegui y de Alcázar bota de oro; los abrazos interminables entre Pablo Sanzy Luis Cembranos; y el desenfreno de Tiago, aquel portugués melenudo que le desgarró la voz al gran Salameroen el minuto 7 de la segunda parte y que ya no volvió más. Y me acuerdo de Poblador que, al otro lado de la radio, disfrutaba más que todos juntos: «Nos vamos a la fiesta, con Rodrigo de Pablo que, como si fuera una rata, se ha colado en el autobús del Rayo».
Dimos cien vueltas a la fuente de la Asamblea y chapoteamos un rato hasta que sonaron las horarias y tuve que descolgarme el inalámbrico del hombro. Se acababa la beca, se acababa la radio, se acababa la alegría.
Han pasado quince años y, por el camino, perdimos a Salamero. El Rayo descubrió Europa, bajó y subió otra vez; emocionó y decepcionó, como la vida misma. Contamos la retirada de jugadores que habíamos visto debutar. Y la radio volvió aunque, dolorosamente, no para todos.
Después de tanto tiempo queda la pasión persuasiva de Poblador, un apelativo que no siempre ha hecho honor a su nombre y, sobre todo, permanece esa franja hipnótica que convierte en rayista a quien se le acerca.
Rodrigo de Pablo