El Rayo vence al Lugo con sufrimiento (1-0) y certifica su ascenso directo. Los de Míchel optarán al campeonato en la última jornada.
Era un exorcismo. Lo habían intentado vender solo como un partido de fútbol, pero era un exorcismo. El Rayo se enfrentaba a sus brujas y fantasmas y enfrente se encontró con el Lugo y sus meigas. Los quince días previos, con dos derrotas consecutivas y el primer punto de set apisonado por el Alcorcón, planeaban sobre el cielo de Vallekas, más cerca que nunca, pero todavía intocable para los franjirrojos. Solo valía ganar o esperar el pinchazo del Sporting.
Se presentó el Rayo con esa necesidad única de respirar tan familiar para el rayismo, ansioso de tomar una bocanada de aire que le hiciese recuperarse del golpe en el pecho que arrastraba desde el pasado domingo. Y los de Míchel volvieron a ser el equipo que salía a jugar como Mad Max a la carretera. Vertical y vertiginoso, se acercaba la escuadra local a la portería del Lugo. El primero en avisar fue el máximo artillero: Baiano puso un balón de ensueño a la espalda de la defensa, pero el testarazo de Raúl de Tomás salió más centrado de lo esperado y Roberto Fernández se marcó un Mazinger (¡puños fuera!) para repeler la acometida. Seguidamente, el ariete volvió a disparar a ráfaga, pero sus dos intentos salieron desviados, y Trejo culminó arriba un servicio fantástico en profundidad de Chechu Dorado.
El Lugo se trató de sacudir el sofoco con una contra de elaboración cruda en la que Kravets consiguió rematar picado y Alberto sacó el balón a duras penas sobre la escuadra. Paradón del guardameta, que volvió a aparecer en el momento clave. El Lugo no se arrugaba y jugaba, protestaba y peleaba como si de la victoria dependiese su futuro más próximo. Asustó bastante el conjunto de Francisco, que nunca fue un rival cómodo para el Rayo. Y ya saben eso de que uno canta cuando ve aparecer a los monstruos. Así las cosas, la grada local, vestida para la ocasión, espantaba los males con los cánticos habituales e insuflaba el aire que empezaba a llenar el pulmón rayista. Bebé desbordaba por su banda y centraba con peligro mientras Álex Moreno regateaba con facilidad a su defensor. Un pase de la muerte del lateral estuvo a punto de significar el primer gol rayista. Y precisamente fue él quien rompió la igualada, el miedo, la tensión y las gargantas de todo Vallekas. Trejo fue el más listo de la clase, ese pibe argentino con cara de bueno que, cuando baja al verde, te roba hasta la sonrisa si eres su rival. Su picardía para sacar rápido una banda sin apenas peligro le sirvió en bandeja a Álex Moreno una pelota franca. En el zurdazo del 7 resonaron los goles de todos los ascensos, pero también los tantos demonios espantados de toda la hinchada, que se vino abajo cuando el zapatazo afeitó la escuadra izquierda de Roberto.
Golazo, acto de redención, piña de los jugadores y primer pasito hacia Primera. El exorcismo había comenzado a dar su frutos y Vallekas vibraba, más fiera y más bella que nunca. Poco duró la euforia desmedida. Campillo lanzó un soberbio libre directo que se estrelló contra el poste de Alberto y enmudeció al estadio en el que le hubiese correspondido triunfar. El rechace lo sacó, de forma prodigiosa, el adalid de los milagros silentes. El vasquito Unai López filtró su bota entre un mar de piernas cuando el delantero del conjunto lucense ya se relamía ante la posibilidad del empate al borde del descanso. Y otra vez, para calmar el miedo, tocaba cantar. Con el susto en el cuerpo, pero victoriosos en el duelo, terminaron los pupilos de Míchel la primera mitad. Solo restaban cuarenta y cinco minutos.
Nada cambió en la segunda tanda. Bueno, sí, que el Granada consiguió empatarle al Sporting y en la grada se vivió como un mini gol franjirrojo. Vallekas es el lugar de residencia habitual del por si acaso. Remaba y remaba el Rayo, en cambio, dispuesto a no dejar su destino a otros azares. Bebé filtró un pase de crack a los pies de Trejo, que tras un precioso recorte disparó al guante derecho de Roberto. Lo intentó también Embarba, con un pase definitivo que se le quedó corto, y con un disparo lejano que despejó sin demasiados problemas el meta del Lugo. Los gallegos volvieron a amenazar el ascenso local con sendas incorporaciones de Iriome, demasiado cruzado su disparo, y Campillo, repelido el suyo por Álex Moreno. No quedaban uñas en Vallekas cuando se volvió a adelantar el Sporting en los transistores de los aficionados. Tocaba ganar, sí o también, y el conjunto de Francisco parecía estar jugándose la Champions League en Vallekas. Rodeaban al árbitro, protestaban cada acción como si significase un descenso e, incluso, en el área rayista, Kravets simuló un penalti con total desfachatez. Parecía morir si no ganaba un equipo que, si hubiese jugado así toda la temporada, ya sería campeón. Iba a ser duro; nadie dijo que fuese a ser fácil. Pero los ascensos, las finales, las permanencias, saben mejor cuanto más salvaje es el rival. Y el Rayo, sobre todo su sufrida parroquia, está muy acostumbrado a lidiar con las 150 pulsaciones. No faltó, ni tan siquiera, el gol anulado (correctamente) a Armenteros por posición antirreglamentaria.
Se mascaba la tensión de lo definitivo. Cuando todo parece tan cerca que puede hacerse añicos en cualquier acción aislada. En ese contexto emergió una figura, la del eterno capitán, que mediante unos cambios a priori complicados de entender, recuperó la tranquilidad en el centro del campo y la verticalidad en las bandas. Vallekas dijo adiós a uno de los mejores delanteros que han vestido la franja: los 24 goles de Raúl de Tomás, su entrega y sacrificio en defensa, su actitud de pelea y combate, fueron despedidos con la ovación sonora de un público rendido a su puntal. Fantástica su temporada, sin duda. Entró Armenteros, para ganar algo de creatividad y dominio sobre el esférico junto a Unai López, Fran Beltrán y Óscar Trejo. En la línea defensiva, Abdoulaye Ba resolvía todas las ecuaciones de primer y segundo grado y Dorado enviaba balones largos deliciosos a la espalda de la defensa, aunque ninguno terminaba de cuajar.
Los minutos finales fueron los de la tensión a punto de romper los marcadores, el silencio previo al éxtasis y la recapitulación de todos los sufrimientos pasados. Y en esa situación se desnudó la inteligencia de Míchel con sus dos últimos cambios (esta vez sí supo contener y sufrir). El míster vallecano y franjirrojo comprendió que en el fútbol, a veces, para ganar, lo más importante es no jugar fútbol. Para esa empresa de apuntalamiento puso en juego a Gorka Elustondo y Manucho y retiró a Bebé, tras un partidazo del portugués, y a Trejo, siempre un dandy que no deja de ofrecer detalles de su calidad. El vasco le aportó músculo en la línea medular y le ayudó a contener las acometidas, cada vez más escasas, del rival. El angoleño, en cambio, se sirvió de su cuerpo inmenso e inabarcable para proteger la pelota, acudir al córner y dejar morir la temporada entre sus brazos y la inteligencia posicional para el otro fútbol de ese pequeño genio llamado Unai.
Concluyó el partido y se desanudó la garganta vallecana. El Rayo volvía a la élite dos años después de su descenso. El ascenso estaba y estará para siempre en cada abrazo, en cada padre que sonríe viendo a su hijo disfrutar con la franjirroja calada hasta el tuétano, en cada lágrima de emoción de un público enamorado de la locura. En las voces rotas de miles de aficionados rayistas que volverán a ver como un barrio obrero se cita y se pelea contra los poderosos, pero sobre todo en la cara de felicidad incontenible de Míchel, un rayista que hace año y medio recogió a su equipo en la última posición y herido de gravedad y que, anoche, lo aupó a su séptimo regreso a la máxima categoría. Su éxito es la alegría de todo el rayismo. El triunfo de la voluntad, de la identidad y del orgullo de toda una barriada que vibra y siente y llora y goza a su Rayo. Al Rayo de Míchel.
Texto: Jesús Villaverde Sánchez
Imagen: Iván Díaz