¿Qué se siente al gritar un gol histórico o al vivir un ascenso? ¿Qué esconden los abrazos de la grada? ¿En qué nos detenemos justo después de experimentar algo tan especial?
Marcó Álex Moreno y Vallekas se vino abajo. Entera, del techo al césped. Cuando el balón besó la red del fondo de Bukaneros, en ese abrazo repleto de estruendo y voltereta, mi padre, mi hermano y yo gritamos como solo sabe hacerlo el aficionado al fútbol. Y nos caímos también, un poco. Yo, que apenas recordaba que, de la bota a la escuadra, caben seis latidos y un océano de lágrimas. Las del propio Álex Moreno cuando terminó el partido, mientras atendía el micrófono de Movistar y se abrazaba emocionadísimo a su familia sobre el césped. En ese abrazo también vive el de mi padre a sus hijos, el estrujón de tantos padres y madres a los suyos y suyas. Porque eso es el fútbol, casi siempre emboscada familiar y desvelo consanguíneo. A veces también amistad, claro, por eso de esa familia que elegimos y bla, bla, bla. En el abrazo de Álex Moreno a su familia también había un abrazo a las calles de Vallekas. A los niños que descubren que la palabra «ascenso» es sinónimo de eso mismo: de abrazo. Del que uno se da con su familia, pero también con el vecino de grada, aunque ni siquiera sepas cómo se llama. El abrazo fraterno, pero también el de los amigos. Ese que sí le pude dar a mi hermano y a mi padre y el que no le puedo dar a mi abuelo. En uno me fundí con mi amigo Hugo y en otros similares lo habría hecho con Leva o Álex si los hubiese visto en la celebración. Sí me encontré con Jorge, inesperadamente, para cantarle, como siempre y también como nunca, a la mala vida.
Marcó Álex Moreno y vi gente temblar, gritar, abrazarse; una orgía sentimental. Acabó el partido y escuché atento todo lo que argumentaban los ojos vidriosos de mi hermano y admiré la sonrisa serena de mi padre, la calma que epilogaba el sufrimiento, la felicidad de sus siete ascensos para aliviar las otras tantas y dolorosas derrotas (no solo las del fútbol). La alegría absurda, contagiosa, la de la pertenencia y la tribu. La del “hemos ganado”, aunque nuestros pies lleven sin rascar bola ya varios años. Y al bajar al campo, miré de manera fugaz hacia la grada intermedia, donde siempre nos esperaba mi abuelo en los descansos; porque en los hitos tendemos a recordar a aquellos que ya no están para paladearlos. Otra vez pisé el césped de Vallekas, seis años después sentí el olor húmedo, ese aroma de los triunfos recién cortados, y cantamos, y vibramos, y sonreímos. Dormimos felices, conscientes de que habíamos vuelto a ser grandes. Dos días antes de cumplir los 94 años, recordamos cuando éramos reyes. Y lo hicimos de la mano de nuestro monarca particular: Míchel I de Vallekas, que junto a Felines son ya los únicos que han ascendido en el Rayo como jugador y desde el banquillo. Volvimos a ganar cuando era más necesario, volvimos a ser los excéntricos de antes mucho tiempo después. Volvimos a auparnos al larguero para cantar con los Bukaneros, con Armenteros, con las gargantas quebradas de una barriada que sabe que luchar y resistir es el primer paso para alcanzar la victoria. De un estadio que ya es familia. De ese tercer apellido que es una franja roja cruzándolo todo y reventando la lógica. Algo que apenas unos pocos comprenden. Solo entiende mi locura quien comparte mi pasión. Somos de Primera. Gracias, Rayo, gracias por darnos delirio.
Fotos: Iván Díaz (puedes ver la galería del ascenso aquí).