El Rayo suma un nuevo punto ante el Espanyol (2-2) en un partido disputado con una parte para cada equipo.
Si algo tiene el fútbol es que permite la redención casi semanalmente. Tras el empate en Anoeta solo tres días antes, el conjunto de Míchel buscaba su primera victoria ante su hinchada y maquillar la imagen dada en las jornadas previas.
No hubo rotaciones esta vez, salvo el reingreso de Ba en la defensa tras su autoexpulsión frente al Alavés. Y el rimmel pareció hacer efecto pronto. En la primera jugada. Trejo robó un balón en los tres cuartos del Espanyol y lo puso con una parábola perfecta para que Raúl de Tomás lo embocase con un disparo durísimo ante el que nada pudo hacer Diego López. Pero lo cierto es que, tras el gol, los vallecanos pareciendo sestear y echarse a ver pasar el tiempo.
Y era muy pronto para eso aún. En el minuto 12, Sergio García hizo gala de su exquisita técnica con un caño fantástico que descolocó a Álex Moreno. Su remate posterior se fue cerca del palo en lo que podría haber sido un auténtico golazo.
El partido transcurría lento. Los equipos caminaban como con plomo en los bolsillos, pero ninguno descargaba el cartucho. Lo intentó Granero, en el minuto 17, con un libre directo provocado por Comesaña, que paró con la mano un balón sin peligro en la frontal. Se estrelló en la barrera dispuesta por Alberto.
Fue el aviso. La avispa que vuela en círculos alrededor de la pierna antes de aguijonar. Tres minutos después Borja Iglesias ponía la igualada. A escasos metros de la portería, Didac voleó un envío caído desde la zona derecha del ataque perico y, tras detenerlo como pudo con una intervención de reflejos, nada pudo hacer Alberto García con el rechace del ariete gallego, que lo cazó en el área pequeña. Llegó a tocarlo, pero la pelota besó la red de Bukaneros.
Dominaba las zonas el Espanyol, un equipo trabajado y organizadísimo sobre el verde, muy superior en el apartado táctico al Rayo durante la primera mitad y en todas las parcelas del campo. Lo intentaba el Rayo por el centro, pero Comesaña era un agujero en el que se perdían muchos inicios de jugada. El gallego tiene calidad de sobra, pero le falta un punto de chispa. En el fútbol de élite se puede ser lento en la ejecución, pero jamás en la concepción de la idea futbolística. Como nunca podría haber tardado en desenfundar el Clint Eastwood de la trilogía de Sergio Leone.
Había recuperado algo de control sobre sí mismo el Rayo, que intentaba volcar el campo hacia el área de Diego López, cuando, de nuevo, Borja Iglesias advirtió con un disparo en crudo que despejó el meta rayista con una intervención de mano firme y pierna ágil. Fue al borde del intermedio cuando el Rayo pareció volver a abrazarse al mal camino. Bebé había recuperado un balón que parecía dejar cerrado el primer asalto. Hasta que se lo cedió a Trejo, que en lugar de reventarlo lejos, al campo del rival, para matar al reloj, decidió regatear en zona defensiva en el último segundo. La iglesia maradoniana nunca deja de ganar adeptos, ni su Dios imitadores. Y la pleitesía le costó al Rayo un disgusto tan innecesario como muchas de las fantasías que intenta el argentino fuera de lugar y tiempo. Así las cosas, su recorte terminó en las piernas de Víctor Sánchez, que se lo regaló a Granero para que asestase un duro puñetazo a la mandíbula rayista en los últimos instantes del asalto.
Poco tiempo estuvo en la lona la escuadra franjirroja. No había pasado un minuto de la reanudación cuando Kakuta fue derribado en el área. El francés materializó la pena máxima con muchísima clase; llegó a tocar el larguero en la zona donde tejen las arañas sus sueños de futuro.
Le siguió un espacio de tanteo, miedo y miradas de soslayo, pero se veía que el Rayo había salido con la idea de poseer el partido bajo su yugo. Y lo acaparaba en sus botas un inmenso Imbula, omnipresente en la medular; un Kanté con franja roja. Mientras Leo Baptistao y Álex Moreno se citaban, se provocaban y se rebozaban por el pasto, Míchel dio entrada a Pozo y Embarba en las plazas de Trejo y Kakuta. El primero aportó buenas maneras, visión de juego y ganas. El segundo, frescura y algo de pausa en el flanco derecho.
Sin embargo, en el minuto 15, los franjirrojos acudieron a su clásica cita con el desajuste. Por supuesto llegó por la banda izquierda. Allí emergió Sergio García, pero su balón lo cabeceó al lateral de la red el delantero Borja Iglesias cuando ya se presagiaba el 2-3. Por su parte, el Rayo, que haría permutar a Álvaro García en la posición de Bebé, puso intriga, peligro y emoción en el arco de Diego López. Pozo delineó un pase magnífico a la espalda de la defensa, donde entraba Embarba. El extremo perfiló ligeramente una vaselina fabulosa. Cualquier otro día, ese gol hubiese entrado, pero la alta figura de Diego López se elevó para imprimir las huellas dactilares al esférico y sacarlo a un lado. Cualquier otro día, en el rechace, la tijera de Embarba hubiese acabado en la red, pero ayer, bajo palos, apareció, milagroso, Hermoso. En el córner siguiente, Comesaña cabeceó fuera en posición franca la que fue, prácticamente, la última tentativa rayista.
El resto del encuentro pasaba, sin ocasiones, con dominio vallecano sin materializar. Luchó, porfió, se armó de intenciones el conjunto de Míchel, pero no consiguió el premio. Lo que quedaba era el momento del trío arbitral. Primero, el colegiado se inventó un penalti a favor del Espanyol que el VAR tuvo que sacar fuera. Todo el estadio había visto que la falta de Embarba sobre Hernán Pérez había tenido lugar más de un metro fuera del área de castigo. Después, en la siguiente jugada, negó una falta peligrosa en la frontal que ya había pitado varias veces a lo largo del encuentro. Se desesperaba Embarba, que veía como el juez le escamoteaba la última oportunidad de sacar los tres puntos en la noche de viernes. Sigue sin ganar el Rayo en casa, pero este sí fue el equipo que se quiere ver por Vallekas. Ese que nunca se entrega, el que renuncia a doblar la rodilla, aquel que pelea cada jugada como si fuese un duelo de western. El que si tiene que morir lo hace con las botas puestas.
Jesús Villaverde Sánchez