El Deportivo visita Vallekas el domingo. En nuestro Querido enemigo rendimos homenaje a una de las zurdas más mágicas que han pasado por la Liga y por Riazor. Djalminha: un genio con un balón en lugar de lámpara.
6 de febrero del 2000. El Deportivo de la Coruña es líder y recibe al Real Madrid, el único equipo que podría disputarle el liderato de la clasificación por aquel entonces. Seguro que los futboleros más clásicos ya saben de qué partido les hablo. Sí, en efecto, es el de la lambretta de Djalminha sobre Redondo, Hierro y Helguera. Una asistencia de gol que no fue gol y que nació como el regate “egoísta” de un genio.
Djalma Feitosa Dias llegó a Coruña en 1997, tras ganar la Copa América con la seleçao. Cuando aterrizó en Riazor, allí ya jugaban ilustres brasileiros como Rivaldo, Mauro Silva, Flavio Conceiçao y acababa de sumarse a las filas blanquiazules su compatriota Luizao. El Deportivo había perdido la famosa Liga del penalti de Djukic solo tres años antes (1994) y, aunque el fútbol no tiene deudas, todos creían que, en algún momento, se la devolvería. En ese entorno llegó un volante tan mágico como impredecible. Porque Djalminha era un genio de esos que ven el fútbol desde el privilegio, pero también era una bomba temperamental. Aunque suene a tópico, el brasileño era capaz de lo mejor y de lo peor. No eludía el choque ni la batalla; hablaba sobre el campo, pero también por encima del verde.
Durante los años siguientes a su llegada, Riazor fue una especie de Maracaná en miniatura. Los brasileños sambaban al compás de otros maestros mucho más silenciosos. Mauro Silva, quizá el mejor mediocentro que ha pisado terreno español, Fran o Víctor Sánchez llevaban la batuta; Rivaldo, Makaay. La alineación del campeonato es de esas que hacen historia y se clavan a fuego en la memoria de cualquier amante del fútbol. En la portería, un mítico como Songo’o. La línea defensiva habitual la formaban Manuel Pablo, en el lateral derecho; Romero, en la izquierda, y Donato y Naybet (¡vaya pareja!), apuntalando el centro. Por delante, en sala de máquinas, Mauro Silva y Flavio Conceiçao, con la zurda de Fran como acompañante y nuestro protagonista, Djalminha, como enganche con Roy Makaay. Una alineación de ensueño, en la que también solían entrar desde el banco jugadores como Schurrer o la delantera turuleta que formaban el Turu Flores y Pauleta. Con aquellos nombres, en el año 2000, A Coruña alcanzaría, por fin, el sueño de campeonar.
Djalminha era de esos jugadores que encantaban a los más pequeños. Porque, en un entorno tan cuadriculado como a veces es el fútbol, él era imprevisible. No sabías por dónde podía salir. Todos le esperaban en los días grandes. Madrid, Barcelona o el Celta de Vigo –por aquello de los derbis– eran sus víctimas favoritas. Pero también ahí era cuando relucía la cara B del genio, la oscura, la visceral. Porque Djalminha era así. Era la pasión en un entorno que pide calma, el imponente fenómeno atmosférico que, pese a su innegable belleza, lo destruye todo. Djalminha era el síndrome de Stendhal. Precisamente, en un partido frente al Celta se pudo ver una de sus peores performances. Caminaba Mostovoi a su lado cuando, de pronto, el brasileño cayó fulminado al césped de Riazor. Como si le hubiesen disparado a lo JFK. Mostovoi reía; no daba crédito al show que le había preparado su archirival. Pero la risa se esfumó cuando el 8 se levantó y le propinó una colleja que, previo paso por la roja, lo llevaría a la ducha. No fue la única vez que se cruzaron, ni mucho menos, aquel duelo se convirtió en un clásico en muy pocos cruces. Insultos, escupitajos, entradas duras, golpes… Así era Djalma, un torrente incontrolable. Los genios suelen ser ingobernables.
Djalminha también pisó Vallekas con su Superdépor. Y en la retina se quedaron algunos detalles. Particularmente, guardo en la memoria un gesto que realizó cuando ni siquiera estaba el balón en juego. Un recogepelotas le lanzó el balón para que lo pusiese en juego desde la banda y, lejos de cogerlo con las manos, lo controló con el exterior del pie y lo catapultó hasta la altura de sus brazos. Como si fuese lo más natural del mundo, aunque para él lo era. Para un niño que acostumbraba a observar los calentamientos del rival en la previa del encuentro, Djalminha era un filón. Y lo mejor es que, cuando salía, ya vestido de blanquiazul, con su inseparable colgante negro al cuello, hacía exactamente lo mismo que cuando vestía el chándal. En uno de los vídeos recopilatorios de su calidad se puede ver una jugada en la que regatea con bicicletas y recorta a varios defensores del Rayo con suma sencillez y pone un balón al área que termina interceptado por un guardameta franjirrojo que juraría que es Contreras. Fantasía en escasos metros cuadrados.
Sus años en España culminaron con uno de esos episodios de descontrol y pérdida de papeles a los que nos tenía acostumbrados. En la temporada 2001/02, en un entrenamiento, Djalminha se enfadó con su entrenador, Jabo Irureta, y le propinó un cabezazo que terminaría con sus aspiraciones futbolísticas en nuestra Liga. Su temperamento y su incompatibilidad con la forma de ver el fútbol de Irureta –Djalminha siempre dice que creía que se podía jugar mejor y crear más fútbol– le sacaron los billetes a Austria, donde se apagó algo su llama vistiendo la camiseta del Austria Wien, para finalmente colgar las botas en el América de México. Tras su retiro, el futbolista ha continuado dando espectáculos de ilusionismo y magia con la selección brasileña y con el Deportivo de la Coruña de football-indoor y, desde el año 2015, comenta partidos para ESPN. Sin duda, un genio sin lámpara. Uno de esos cromos que cualquier niño siempre anhelaba para su colección. Una memoria viviente del mejor Deportivo de la historia, el de la remontada frente al Milán, el de la Copa del Centenario en el Bernabéu, el de la única Liga que viajó a la plaza de María Pita. El Deportivo de Feiraco, con olor a licor añejo; el Deportivo de Djalma Feitosa Dias.