El Extremadura recibe al Rayo en el Francisco de la Hera y, en nuestra sección Querido enemigo, recordamos una de las grandes hazañas del Rayo: el ascenso en la promoción de 1999 frente al conjunto de Almendralejo que dirigía Rafa Benítez.
El colegio ya está a punto de terminar, o quizás haya terminado; se avecina uno de esos veranos interminables de la infancia. Uno de esos tiempos estivales en los que, después de comer, todo era fútbol, escondite, polis y cacos… Sin embargo, el día de hoy es diferente. Especial, si queremos. La tarde no será tan alargada como cualquier otra, sino que se terminará un poco antes. Hoy no veremos caer la noche mientras correteamos o montamos en bici. Bueno, esto no es del todo verdad; ellos, mis amigos, sí lo harán. Seguirán con sus juegos en el parque mientras yo subo a casa: juega el Rayo y, aunque todavía se me escapa algo de su magnitud, el partido tiene pinta de ser distinto.
Veinte años atrás, yo tenía once. Acababa de terminar mi etapa en el colegio y todavía seguía pegando pelotazos a esa portería que simulaba la ventaba de la sede de Comisiones Obreras que hay justo debajo de casa. En aquellos tiempos, probablemente, simularíamos ser tipos como Peter Schmeichel, Dennis Bergkamp o Davids, entre otros, cuando nos poníamos a jugar fútbol en el recreo o el barrio. Sin embargo, a mí ya empezaban a tirarme fuerte, fuerte, jugadores como Bolo, Cota, Helder, Pablo Sanz o Luis Cembranos.
Aquella tarde, decía, terminó antes de lo previsto. Qué importaba si la última tanda no había marcado ningún penalti o si el partido decisivo se había quedado a medias: el Rayo empezaba y tenía que subir a casa a sentarme en el sofá para verlo con mi padre y –no lo recuerdo porque aún era muy chiquitín– quién sabe si mi hermano Alejandro. Del partido recuerdo pocas cosas, y tal vez, no lo sé, se deban a los videos que he podido ver con posterioridad. Recuerdo los goles, claro, el de Luis Cembranos, primero, y la pena máxima del mítico Charly Llorens, casi al término del encuentro. Me acuerdo de la sensación de que la cosa iba muy encaminada, de la euforia cautelosa de mi padre, un fiel que había visto de todo y no se fiaba de nada. Él mismo que es hoy, solo que poco más mayor de lo que soy yo ahora. Pero sobre todo me acuerdo de una cosa que nada tiene que ver con el fútbol en sí mismo. Mi amigo Duda (de Eduardo pasó a Dudu y de Dudu a Duda; aún hoy sigue con ese mote de infancia) también había subido a su casa para seguir el partido. Él no era del Rayo. Aunque no le entusiasmaba el fútbol –siempre quería jugar de portero “porque no había que correr” –, se decía del Atleti, pero siempre manifestaba simpatía por el Rayo. Creo que le venía de su hermano mayor, Borja, uno de nuestros mayores mentores musicales (Boikot, Piperrak, Reincidentes, Soziedad Alkoholika, etc.). Lo que recuerdo de aquella noche es salir a la ventana cuando el Rayo marcaba los goles. Asomarme a la ventana porque allí, enfrente, estaba mi amigo Duda, celebrando los goles conmigo. Habíamos instaurado un código que decía que cada vez que el Rayo anotase tendríamos que asomarnos. Probablemente, en nuestra mente de niños, habíamos imaginado un marcador mucho más abultado, como los del patio del colegio, gracias al que no parásemos de asomarnos al ventanal. Pero “solo” fueron dos. Dos que valieron oro.
Tres o cuatro días después era 30 de junio. El verano ya era un hecho y nosotros, mi familia y yo, estábamos preparados para otro de esos partidos decisivos. No recuerdo qué ánimo teníamos antes de la vuelta de aquella promoción, pero la perspectiva que me aportan el tiempo y la experiencia me quiere decir que animados, pero cautelosos: en Vallekas es posible que pase todo, absolutamente todo. Y un 0-2 no es algo cerrado, ni mucho menos. No obstante, la situación era inmejorable para lograr aquella noche el ascenso a Primera. Y así fue. El resultado fue idéntico: un 2-0 que catapultó al Rayo a la categoría de oro e hizo que el Extremadura de Rafa Benítez la abandonase, si no recuerdo mal, por última vez hasta hoy.
Me ocurre lo mismo con este partido que con el de ida. Tengo vagos recuerdos puntuales. Creo que se me viene a la cabeza el ambiente –una de las primeras veces que fui consciente del tesoro que tenía Vallekas en su grada–, pero seguro, segurísimo, me acuerdo de los dos goles. De la euforia, esta vez sí, descontrolada, porque ya nada nos podía arrebatar nuestra pequeña Champions en forma de regreso a Primera. En aquella época no tenía nada claro sobre qué quería ser de mayor. Seguramente, si me preguntabas, un día te decía que arquitecto (construir edificios tenía que ser la hostia desde los ojos de un enano) y otro, astronauta. Hoy, veinte años después de aquella noche, lo más edificante que he construido ha sido una cuna y creo que tengo miedo a volar. Sí, tengo cierto pánico a esa suspensión aeronáutica de los aviones, así que nunca llegaré a la luna. Sin embargo, el recuerdo que tengo de aquel 30 de junio es un pedazo de cielo entre los dedos. Tocar el espacio exterior tras el gol de Tiago. Cuando ese zapatazo descomunal del portugués besó las mallas del mítico Amador, mi padre se quitó tal presión de encima que nos elevó, a mí y a mi hermano Alejandro (esta vez lo recuerdo perfectamente por allí) por encima de su cabeza y pudimos ver la alegría en la grada, la gente de alrededor saltando y gritando; todo un barrio que empezaba a disfrutar de una victoria inolvidable. Aquel día fue el que más alto estuve, aunque solo estaba un par de metros sobre el suelo. Qué liberación, qué bonito ser del Rayo, qué felicidad poder ir al colegio celebrando un triunfo de mi equipo. Por fin.
El segundo gol también lo tengo grabado a fuego en la retentiva. Un recuerdo a larguísimo plazo, imposible de olvidar. A lo largo de la vida habré olvidado cosas como la resolución de las ecuaciones de segundo grado, las canciones infantiles (ahora que tengo que cantarlas me doy cuenta de la deficiencia en esta materia), los teléfonos de mis amigos del colegio e, incluso, la cara de alguna ex. Pero no puedo olvidar, ni por supuesto quiero, aquellos goles. No me pidas borrar esos recuerdos, aunque para mantenerlos no pudiese acumular nuevos. El gol de Bolo (¿por qué estás solo?) certificó una de las primeras grandes noches que recuerdo de mi Rayo y significó una de esas pequeñas alegrías que ensanchan el vínculo familiar. Allí estábamos, mi padre, mi hermano y yo, siendo testigos de la última vez que Vallekas asaltaría las nubes en una de esas preciosas promociones entre equipos de Primera y Segunda.
Veinte años han pasado ya de aquello. ¿Quién sabe qué será de tipos como Tiago o Llorens, por ejemplo? ¿Cómo lo recordarán, hoy, los protagonistas como Luis Cembranos, Jon Pérez Bolo o Juande Ramos, el mejor entrenador de la historia franjirroja y artífice desde el banquillo de aquella gesta? Nada tiene que ver el fútbol de hoy con lo que significaba aquello. Nada. Na-da. NADA. Hoy, con treinta y uno ya bien cumplidos, la memoria me valida aquel topicazo del “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Desde luego que, en lo referente al fútbol, sí lo fue. Nada tendrán que ver el Extremadura y el Rayo que se verán las caras en el Francisco de la Hera este sábado a las 20 horas con los que, veinte años atrás, bailaron aquel tango con final feliz para los vallecanos. Y sin embargo, a veces, todavía resiste ese componente íntimo y familiar que nos hace querer volver una y otra vez, a pesar de todo, a la grada de Vallekas. El día que nos lo terminen de robar, ya nada tendrá sentido y habremos consumado la derrota definitiva. Hasta entonces, recordar es revivir. Volver a rozar el cielo con las yemas de los dedos.