Llevo un tiempo engañándome, haciéndome creer a mí mismo que podré no sentir nada más que indiferencia – placer, incluso – cada vez que mi equipo caiga derrotado. Llevo un tiempo sin ideas, nadando en un mar de contradicciones que me llevan al hundimiento de este barco que me hizo pirata, buscando un mínimo sentido a una situación que parece irresoluble. Hoy todo es diferente.
A mis veintiuno, sonrío al pensar que mi nacimiento trajo de la mano la vuelta de ese cercano desconocido – después lo sería menos – que haría un poco más feliz mi vida. El capitán, mi capitán, volvía a casa tras un fugaz paso por Almería, y lo hacía para devolver al Rayo al lugar que siempre le ha correspondido. Cumplíamos – empleo la primera persona del plural porque todo rayista lo es, aunque no lo sepa, desde que llega al mundo – setenta y cinco años de historia, volvíamos a Primera División y lo hacíamos con la zurda del “8” por bandera.
Recuerdo como si fuese hoy mismo la primera vez que pisé el Estadio de Vallecas. Comí en casa, junto a mi familia, spaghetti a la boloñesa, a eso de las dos y media, porque mi padre y mi tío, parece ser, iban a llevarnos a mí y mis primos al fútbol. Retengo en la memoria la imagen de las mil o dos mil personas empleando la mano como visera para protegerse del implacable sol de primavera, el ya entonces desgastado asiento de la grada de Arroyo del Olivar, el «¿Quién es ese, papá?» y el «Míchel, el mejor del equipo». Aquel día, tres pequeños hinchas, en Segunda B, se bautizaron en esto del Rayo.
Con nueve años, volví a ver a aquel equipo de blanco con raya roja, esta vez sin camiseta y desde la televisión. Aquel partido contra el Zamora se tatuó en mi memoria futbolística, aunque, si me paro a pensarlo, quizás haya influido en ello la continua insistencia en ver ese uno a uno donde Albiol, el del Valencia, había tenido el amable gesto de bajar a Segunda B para que el equipo de mi barrio luchara por el ascenso. El “8” salió desde el banquillo, pero vivió, con su gente, uno de los episodios más felices de la historia del club. Permanecerá imborrable en el recuerdo aquel «Jorge, nos abonamos al Rayo».
Efectivamente, mi padre y yo nos abonamos, y con nosotros los dos primos con quienes me bauticé unos años atrás. Del “8” fue – o eso creía – el primer gol que presencié como abonado en el estadio, una falta lejanísima que, Dios sabrá cómo, entregó la victoria a los locales en un pletórico 1-0 frente al Real Murcia. Más de una década después, descubro que parece ser que no fue Dios, sino Aganzo, quien introdujo el balón en la red, pero, qué queréis que os diga, para mí será siempre Dios, o sea Míchel, quien metió aquel gol.
Crecí viendo vídeos de quien ya era y sería mi ídolo futbolístico, de la zurda mágica de Vallecas, de “sesenta minutos” Míchel. Quién iba a decirme entonces que también iba a serlo en los banquillos, que iba a alejarnos del infierno de Segunda B y que nos devolvería a la máxima categoría del fútbol nacional… En esos recovecos de Youtube grité los goles al Girondins y el Lokomotiv, descubrí las gambetas de Onésimo, presencié los goles de Luis Cembranos y me nutrí de la efectividad de Jon Pérez Bolo, pero era él, el “8”, quien me hacía acercarme más a la pantalla.
Ahora, a mis veintiuno, me veré en la obligación de presenciar cómo mi ídolo, el icono de mi club y mi infancia, aboga por los intereses de otros colores que, por cierto, mejoran notablemente nuestra situación. Llevo un tiempo engañándome, haciéndome creer a mí mismo que podré no sentir nada más que indiferencia – placer, incluso – cada vez que mi equipo caiga derrotado. Nada más cierto que esta afirmación, pero esta vez todo es diferente, porque el Rayo volverá a casa, y lo hará para enfrentarse a once señores vestidos de blanco y con una raya roja.