Hoy vuelve el fútbol a Vallecas con un partido que jamás debió ser suspendido, pero no lo hace como siempre porque han cambiado muchas cosas, demasiadas cosas.
Volver es ganar. No se cansan de repetirlo como un mantra. Insulso. Como si fuese verdad eso de que, por repetida mil veces, una mentira se convierte en cierta. Volver es ganar, dicen, cuando han pasado tantas cosas en tan poco tiempo.
Cuando todo se detuvo, nos preocupábamos demasiado por el fútbol. Ahora, después de todo, quizás tenga menos sentido que nunca. No, volver no es ganar. Es imposible ganar cuando, antes, se ha perdido estrepitosamente. La derrota no tiene paliativos.
Han pasado muchas cosas en este tiempo. Desde que el balón dejó de rodar la vida no es la misma. Mi vida no es la misma. En este tiempo he visto morir a mi abuela, aunque decir que lo he visto no es más que una concesión metafórica. Lo más justo sería decir que me han contado que ha muerto y he tenido que creerlo a ciegas. Durante este tiempo, también, mi piel ha sufrido otra de sus crisis dermatológicas que hacen que se enrojezca. Y no, no lo romantizaré diciendo que, oh, qué maravilla, ha surgido una roncha franjirroja cruzando el pecho. No, ni la tengo ni la quiero, gracias.
Durante estos meses de impasse, mi hija se ha arrancado a andar. De pronto, un día, unió un par de pasos que se convirtieron en tres, cuatro, cinco y llegó hasta el otro lado de la estancia en mitad de ese titubeo desequilibrante. Tal vez la vida sea eso, conseguir avanzar entre vaivenes e imprevisibilidad. La carambola hizo que fuese testigo de ese momento tan especial. Por suerte, no estaba trabajando y pude asistir a esos primeros pasos. O quizás, en lugar de “por suerte”, deba decir, por su ERTE. No hay mal que por bien no venga, decían las lenguas antiguas.
Nunca había estado tanto tiempo sin tocar a mis padres y mi hermano. Ni mucho menos había estado tanto tiempo sin pisar la calle. Son cosas de las que, creía, sería incapaz. Y, sin embargo, nada mejor que una pandemia para tomar conciencia de aquello que somos y nunca creeríamos que podríamos ser. En esta cuarentena me he revelado a mí mismo como una persona paciente (más de lo que nunca imaginé), como un tipo resiliente, en cierta medida. A veces, el contexto nos obliga a adaptarnos a situaciones extraordinarias. Y en esa adaptación a las circunstancias, el deporte ha sido y será siempre la última escala de prioridades.
Ahora vuelve la Liga, sí, y en verdad me resulta soberanamente indiferente. Ni siquiera recuerdo qué posición ocupaba el Rayo antes del parón, ni las metas por las que va a querer competir en esta mini-competición inventada por la cohorte de Javier Tebas para no disminuir su tesoro nacional. Igual por esa evidente búsqueda del dinero sobre el deporte. No obstante, no quiero engañar a nadie: mentiría si digo que no he echado de menos la franja y su actualidad. Yo, que en mitad de algún aplauso sanitario me he descubierto tarareando interiormente La mala vida o algún otro cántico del estadio. Yo, que he visto partidos históricos y actuales de los Portland Trail Blazers solo por su indumentaria y he querido ver en Damian Lillard al capitán que, a veces, echo en falta en mi equipo. Si algo tiene un confinamiento es que te deja mucho tiempo libre para pensar en estas cosas banales.
En fin, que hoy vuelve el fútbol a Vallekas y lo hace de una forma un tanto extraña. Nada será lo mismo y quizás no sea ni mejor ni peor. Diferente, raro, surrealista como esos gritos de videojuego que quieren incorporar a la retransmisión televisiva o ese aplauso virtual que se va a incorporar en el videomarcador en cada minuto 20. Otra vez quieren volver a dotar al fútbol de un aura que no ha tenido nunca. Ni el fútbol es algo más importante que mero deporte: fútbol; ni volver es ganar. Volver es simplemente eso: volver.