El Rayo remontó dos goles ante el Zaragoza (3-2) para expiar su pasado y continuar mirando hacia la zona de playoff. Bebé inició la remontada de un Rayo que penalizó los errores de un rival desdibujado en exceso.
En el país de los ciegos, el tuerto es el rey. No hay otra posible explicación a la victoria del Rayo frente al Real Zaragoza, que se colocó con un jugoso 0-2 en el marcador mediada la primera mitad para tirar todo por la borda y martillear la coraza del barco hasta conseguir hundirlo en la segunda. Cinco partidos consecutivos sin ganar eran una losa demasiado pesada para el Rayo de Iraola si quería continuar apareciendo como aspirante en la clasificación. El Zaragoza, en cambio, quería seguir cogiendo aire tras reflotar la pasada jornada frente al Tenerife.
El equipo de Juan Ignacio Martínez, con una preciosa equipación carmesí con ribetes de oro, se encargó de hacer despertar a los adormilados en la primera opción que tuvo. Lo había intentado antes un tímido Álvaro García, a la postre gran protagonista del duelo, con un disparo demasiado cruzado desde el pico del área chica. Pero una gran jugada de Vigaray, que sentó al 18 franjirrojo en el córner derecho del área local, cayó en las botas de Narváez tras un mal rechace. Ni corto ni perezoso, el cafetero la detuvo con mimo, la acomodó y soltó un empeinazo perfecto que se coló, plástico y bello, por la escuadra de Dimitrievski.
Solo habían pasado diez minutos y los fantasmas ya habían aparecido. El Rayo había salido al campo como aquel personaje de Woody Allen, Mel, que un día despierta desenfocado. Se levanta, se mira frente al espejo y la nitidez ha desaparecido. No se reconoce y hay algo peor: nadie lo reconoce en su desenfoque. El personaje interpretado por Robin Williams sirve como parábola de la confusión, de una crisis existencial profunda y terriblemente dolorosa. A veces, el Rayo también es Mel, uno de esos espectros sin alma que deambulan por la Tierra Baldía que imaginaba el poeta Thomas Stearns Eliot. Muchas veces el conjunto de Iraola es como ese tipo que, de pronto, luce sin foco, sin brillo, sin esa claridad que presuponía tener. Un fracasado con ínfulas que, si resiste y es atropellado por la realidad, es porque lo hace en un entorno atestado de mediocridad.
El Zaragoza jugaba cómodo y buscaba los espacios que dejaba el conjunto franjirrojo. Con eso le servía para mantener a raya las pocas arrancadas locales. En una de ellas, un saque de esquina se iba a convertir en la peor pesadilla de los vallecanos. Los fantasmas del pasado, de nuevo. Una horrible puesta en juego sirvió el contragolpe en bandeja. La combinación fue bastante buena por parte zaragocista y Álvaro García, en su intento de cortar la acometida, introdujo el esférico en la meta equivocada tras la segunda carrera kilométrica para intentar defender los ataques maños. Otro disparo de Zapater coqueteó con la línea de fondo de un Rayo profundamente difuminado. No había duda: el Zaragoza le estaba ganando la partida a un Rayo que no había puesto en liza ni táctica, ni estrategia, ni corazón. Juan Ignacio Martínez ponía en jaque a un Iraola que parecía desbordado.
Salió a su rescate Bebé. Porque la anarquía siempre nos rescata del hastío. El portugués era el único jugador sobre el verde capaz de dinamitar el partido y lavar la cara al marcador. Ese guerrillero cuyo arrojo desbloquea la peor de las batallas, ese trabajador que, con su pelea personal, consigue una mejora en las condiciones de trabajo de la fábrica. El hijo de la anarquía. Su zapatazo fue descomunal, uno de los mejores golpeos que se recuerdan por Vallekas (a este cronista se le viene un golazo de Raúl de Tomás, precisamente, al Zaragoza, que casa con este solo desde la plasticidad). Nada pudo hacer Cristian Álvarez frente para detener ese tomahawk directo a la red. Feroz, violento, frío, sanguinolento. Irrefutable el gol del extremo diestro, que comenzó la remontada con un acto heroico e individualista.
Lo peor que le podía pasar al Zaragoza, tras el descanso, era encajar pronto. Al Rayo, justo lo contrario, claro. Y así le ocurrió. Tras una fabulosa combinación entre Álvaro García y Óscar Valentín, el mediocentro, que cuajó una excelsa segunda mitad, cedió el balón a Fran García. El lateral, sutil, acarició la bola para depositarla en el punto de penalti. Allí ganó el duelo un Guerrero que, pese a la falta de olfato goleador, hace honores a su apellido familiar. Su cabezazo, en semifallo, terminó en botas de un Catena que, en posición franca, se vistió de Haaland y, mediando su empeine exterior, colocó el balón en la escuadra de Cristian Álvarez. Ni lo celebró el central, como el artesano que culmina otra obra exclusiva sin alardes; como si marcar goles fuese el pan suyo de cada día.
Quiso responder el conjunto visitante, como la gacela que, en un acto de supervivencia desesperada, trata de llevar a cabo un último intento de escapada antes de caer en las fauces del depredador. El disparo lejano de Narváez rebotó en Catena y puso a prueba los reflejos felinos de Dimitrievski, que voló rasando para despejar junto al palo. A continuación, el festín del león. Porque el Rayo, anoche, fue un león; ese que espera a que todo lo haga la leona, cazadora por naturaleza, para aprovechar la carroña y alimentarse. Es lo que hizo el conjunto de Iraola: esperar, esperar y, una vez muerto su enemigo, comer. Porque el Rayo no mató al Zaragoza, solo le entregó una pistola con tres balas para que se suicidase. No lo mató Andrés Martín con una preciosa volea que se estrelló en el larguero. No lo mató Bebé con su primera puñalada. Ni siquiera Catena con el alevoso directo a la mandíbula. Tampoco fue el vaso de agua con cianuro que Bebé ofreció a su ex guardameta Cristian con su enésimo disparo cruzado. No picó el rosarino, que dejó caer el líquido y escapar la pelota por línea de fondo.
Lo que terminó de asesinar al Zaragoza fue su reflejo, también desenfocado, sobre el espejo. Sus fantasmas, sus nervios, su imagen de sí mismo. El envío de Trejo a la retaguardia era perfecto. Pero no definitivo. Sin embargo, allí entró en juego el miedo y aquello de que lo que Vigaray te da, Vigaray te lo quita, en el caso del Zaragoza. O lo que Álvaro García te quita, él mismo te lo devuelve, en el del Rayo. El habilidoso extremo franjirrojo hizo gala una vez más de su picardía y se desveló, de nuevo, como un efectivo de la inteligencia rayista. Y tras recoger la cesión fallida de Vigaray, la vaselina fue pulcra, elegante, académica.
El Rayo acababa de dar la vuelta a un partido que ni siquiera él mismo habría soñado con ganar. Un encuentro sin apenas brillo, con mucha brega, túneles oscuros y destellos de fugaz brillantez. Un partido que, da la sensación, los locales habrían perdido en un alto porcentaje de ocasiones y que si lo ganaron fue porque, sobre el espejo, su rival devolvía un reflejo tan o más desenfocado que el suyo. Porque lo que aconteció en el pasto verde fue más una sesión de psicoanálisis en el diván que un partido de fútbol sobre el césped. El Rayo, frente a sus monstruos internos. El Zaragoza, frente a toda una legión de fantasmas y espectros. La Tierra Baldía y los espectros perdidos. El país de los ciegos y la oligarquía de los tuertos. Fútbol, en definitiva, terrenal y puramente lírico.
Texto de Jesús Villaverde. Imagen: Twitter oficial del Rayo Vallecano.