El Rayo golea al Leganés (3-0) y acaricia la final del playoff tras un partido que se rompió en una segunda mitad en la que un protagonista, Bebé, robó el foco y rozó la gloria.
Hay un estúpido anuncio radiofónico y televisivo, ahora mismo no recuerdo qué promociona, que asegura que “el fútbol es descomplicado”. Y así debería de ser, con sus reglas, sus ritmos y su costumbrismo. Y, sin embargo, cuánto nos gusta entreverarlo todo cuando la bola empieza a rodar. Anoche, el primero en complicarlo todo fue el dueño del silbato. Milla Alvéndiz, el juez que no sabía impartir justicia. A falta de goles, hasta el ecuador de la segunda mitad, el colegiado andaluz se empeñó en volver a demostrar que el arbitraje español está en decadencia y su nivel es, por ser benévolos, pésimo. Si Catena se llevaba un balón dividido con absoluta claridad, tarjeta amarilla. Si Trejo era objeto de una evidente y continuada interrupción y, en el tramo final, cometía falta al quitarse de encima al rival, tarjeta amarilla. Incluso si un sobreexcitado Javi Hernández propinaba a Saveljich un indiscutible codazo en la cabeza, oh, sorpresa, el colegiado enseñaba la cartulina al zaguero rayista. Lo dicho, pésima función de Milla Alvéndiz. Que sea uno de los mejores clasificados de Segunda División lo dice todo.
El partido comenzó sin ataduras y sin los clásicos tanteos entre rivales. En unplugged. Ya en el primer minuto, el Rayo había intentado armar un ataque con una falta lateral enviada al centro del área y, en la continuación, Luca Zidane había negado el gol al central pepinero Sergio González. El defensor se elevó, solo, en el centro del área de castigo y solo el guardameta rayista consiguió evitar el 0-1 con un fabuloso palmeo. Tras la vorágine inicial, la calma. Ahora sí, los rivales se estudiaban y trataban de buscarse las cosquillas con cierta timidez. Una intimación en sus primeros compases. El dominio territorial del Rayo en la medular, con mucho más balón, desnudaba el mal endémico de los pupilos de Iraola: su escasez de profundidad. No parecían tener mordiente los ataques que perfilaba el conjunto franjirrojo hacia la meta de los de Garitano. Al menos en esa primera mitad de juego.
Hasta la media hora no se volvió a tener noticias de Asier Riesgo, ni por supuesto de Luca Zidane. Trejo se puso la bata de los genios y esculpió una deliciosa dejada por encima de la defensa a un Isi Palazón que, sin pensárselo dos veces, la sacudió hacia el arco con una volea de zurda que pecó de centrismo. A las manos del arquero del Lega. Antes del silbato que marcaba la caseta y el interludio, Saveljich –todavía sin sangrar y sin amonestación– intentó conectar un testarazo, pero salió muy desviado.
El descanso sonó algo diferente en Vallecas, donde por primera vez en muchísimo tiempo había público. 876 valientes se atrevieron a desafiar a la (i)lógica presista para adquirir una entrada por el cuestionable método on-line cuando muchos abonados aún no han recibido la devolución de la parte proporcional de los abonos de la campaña 2019/2020. Merecen el aplauso infinito por su inquebrantable fe. Más moral que el Alcoyano, que decían los más veteranos. Indigno, por otra parte, fue el enésimo circo que monta el presidente, que seguro que ya habrá instituido un nuevo “culpable” contra el que cargar en otro comunicado sin sentido, nocturno y alevoso.
Puede sonar a tópico, y quizás lo sea, pero la segunda mitad comenzó como lo había hecho la primera. Jonathan Silva se sacó un disparo peligrosísimo que, al pegar en un jugador, al borde del área, se envenenó y complicó a un Luca Zidane que volvió a dar muestra de una fantástica condición física y unos reflejos felinos. Otro paradón del arquero del playoff. El Leganés parecía algo más decidido a crear e intentar llevarse el partido que en su timorata primera mitad.
Entonces, en ese preciso momento indefinible, entró en juego el futbolista invisible al que venera el bueno de Enrique Ballester. Y fuimos conscientes de que la ida de la primera ronda del playoff se iba a decidir por detalles. En la primera que tuvo no consiguió salir victorioso y Santi Comesaña erró el cabezazo desde el punto de penalti. Sin embargo, en las siguientes fue determinante. El primer gesto, el que empezó a cambiar el signo del partido, llegó de botas de Álvaro García. Y quizás, también, un poco, quién sabe, de la picardía de Trejo. El argentino, canchero como pocos, se había quedado tirado en el suelo, en mitad del área, reclamando un penalti. Cuando se percató de que la jugada volvía al flanco derecho, se apresuró a salir del fuera de juego y, quién sabe si conscientes de su presencia y de la previa posición de offside, los zagueros del Leganés se olvidaron de que por allí también entraba el extremo zurdo del Rayo con el 18 a la espalda. El balón de Isi Palazón era un caramelo: dulce, suave, uno de esos dulces de limón melisa que alivian la garganta en las peores lidias, pero justo es decir que Álvaro lo remató con el alma. A gol, por supuesto, ante la desesperada mirada de Asier Riesgo, que en esta diana no pudo hacer absolutamente nada.
Solo cuatro minutos después llegó la pincelada definitiva y todos nos dimos cuenta de que el Leganés había puesto la defensa en modo Rayo. Una horrible salida, con error garrafal incluido en la línea medular, propició un elogiable robo de Óscar Valentín. El Mascherano de Ajofrín vio a Bebé en disposición de correr y le cedió la cabalgada. El portugués corrió y corrió, despavorido, imparable, todo corazón; una estampida descomunal, inabarcable, una manada de rinocerontes que huyen en mitad de la sabana. En el intento de robo, un central pepinero se lanzó agresivo a sus pies y el extremo rayista lo sorteó con un caño en carrera a lo Ronaldo Nazario para, justo después, recortar sobre el otro rival que lo enfrentaba. Pura belleza, raza, entrega, fe, emoción. Pundonor. El disparo no fue el más ortodoxo; podríamos, incluso, decir que no fue del todo bueno. Pero la inercia mueve montañas y Asier Riesgo, que hacía unas jornadas había salvado a su equipo de la derrota en Vallekas, con una intervención milagrosa ante una volea postrera de Óscar, se untó las manos de mantequilla y dejó que el balón se colase en las mallas. Veloz y enardecido, Bebé corrió a abrazarse con su hermano en la enfermería y nuestro capitán en la sombra, Alberto García, y con el doctor, testigo de sus noches más agrias. El jugador luso es un ejemplo de que, incluso en estos mundos plagados de focos y brillantina, de bien nacido es ser agradecido.
Quiso reaccionar la escuadra dirigida por Garitano y a punto estuvo de recortar distancias en su siguiente arrancada, pero el jefecito Óscar Valentín lo evitó con un pie milagroso que privó a Miguel del remate fácil. El Rayo negó el gol al Leganés de forma bíblica, como Pedro a Jesús: tres veces. Esta noche no iba a recoger Zidane el esférico de la red. El espíritu de Mark Eaton se había apoderado de la mística barriada. En otra magistral intervención, Luca Zidane se hizo grande ante el enemigo y le cerró los huecos para anotar, aunque posteriormente se dio cuenta de que la acción estaba invalidada por falta previa.
El Rayo estaba en modo apisonadora, gozando de los mejores minutos de juego en la recta final de la temporada y sabía que era el momento de aniquilar el partido y, casi, casi, la eliminatoria. Los intervalos del knock out. Sobre el cielo de Madrid, casualidad o no, estallaba en ese momento una poderosa tormenta eléctrica. Fran García quiso viajar en el tiempo e intentó repetir su maravilloso zurdazo de Castalia, pero no encontró la portería. Para esa tarea ya estaba sobre el campo Bebé. Tiago luchando contra sus demonios. Impío, letal, con los ojos inyectados en sangre y sediento de gloria. Y, con todo, permanece siempre esa aura distintiva sobre su semblante. La sonrisa del niño rebelde que, sin embargo, alberga un gran corazón. Un choque previo le había dejado malherido y arrastraba molestias y dolor en su hombro derecho. Tanto era así que incluso se le veía correr sin apenas moverlo. Pero no importa, el hálito de este jugador es insondable, incalificable, no cabría una definición ni en miles de líneas. Allí estaba, colocando el balón con mimo para, segundos después, reventarlo en dirección a la meta defendida por Riesgo. Trallazo colérico, restos de mantequilla sobre los guantes y locura en el césped y la grada rayistas. Bebé había anotado un doblete en poco más de 20 minutos y corría, poseído por miles de sueños, para celebrarlo. El hijo de la anarquía reinaba sobre una entropía ya muy ordenada en, quizás, el partido más serio, calibrado y estudiado de la etapa de Iraola en el banquillo. Lo vivido en Vallecas puede convertirse en la espita que prenda un éxtasis, todo depende de cómo termine el relato. Pero si hay algo claro es que este Rayo tiene en Bebé un guía emocional de valor intangible. Un apóstol. Un líder cabrío que lo conduce de las sombras a la luz. No hay duda en ello, solo fe y dogma: Vallekas, siempre iconoclasta, ya rinde credo a la parroquia y al ídolo de Agualva-Cacém. El evangelio según San Tiago.
Texto: Jesús Villaverde. Imagen: Twitter oficial Rayo Vallecano.