Envuelto en una constante calamidad institucional, el Rayo regresó a Primera con una derrota ante el Sevilla en Nervión (3-0). El conjunto franjirrojo comenzó bien, pero la prematura expulsión de Luca mató sus opciones y resucitó relatos enterrados.
Debutó el Rayo en su regreso a Primera, pero no es un día para que el rayismo esté orgulloso de su club. Ni mucho menos. La situación, nuevamente esperpéntica, del Frankenstein de Martín Presa invita a abandonar la tradición y la costumbre. Huir, lejos, a algún lugar donde ni siquiera quede la opción del recuerdo. En Matagigantes, incluso, barajamos la posibilidad de abandonar la cobertura del primer equipo tras ser testigos del desastre ocurrido en la mañana con el Rayo B y del vergonzoso contexto al que el presidente, piloto loco, si quieren, ha vuelto a llevar al femenino. Y si no abandonamos, la verdad, es solo porque, en el fondo, nos debemos a aquellas personas que nos leen y nos siguen. Quien esto firma, con cero ilusión, ni deportiva ni institucional ante esta mugrosa entidad, solo continúa por lealtad a la familia que ha encontrado bajo el paraguas de esta cabecera y porque se siente más identificado, muchísimo más, con ella que con el monstruo atestado de podredumbre moral en el que Raúl Santiago Martín Presa y sus minions han convertido lo que un día fue un club respetable y digno.
Del partido poco más se puede hablar. Ni merece la pena tan siquiera. Lo mejor que podría haber ocurrido es que la primera plantilla, por una vez en su vida, hubiese mostrado una pizca de solidaridad con los que defienden el mismo escudo que ellos. Pero sería pedirle peras al olmo o un gesto al inexpresivo.
En lo deportivo, no hubo nada que decir. El Rayo comenzó con la idea de presionar la salida de balón del Sevilla, atestado de bajas. Y más o menos le regalaba réditos: Álvaro García había forzado la manopla de Dimitrovic y Nteka estuvo cerca de rematar una bonita combinación por el flanco izquierdo. El plan parecía funcionar, pero entonces regresó el Rayo de toooooda la vida. Un pase medido de Diego Carlos a la espalda del elefante Suárez se convirtió en la jugada clave. Que el centrocampista ex internacional fue un jugador fantástico es evidente. Que hoy ya no lo es, y está lejísimos de ello, lo es más. Su fallo grosero en defensa se unió a la traviatta francesa de Luca Zidane, que salió a buscar algo que ni siquiera él sabía y acabó viendo la roja por bailar un agarrao con Idrissi en las inmediaciones del área. Penalti, expulsión, gol y pitido final al cuarto de hora. Mucho más aún cuando Iraola renunció a todo y retiró a Trejo de la pista de baile. El argentino, de largo mejor jugador de una plantilla que genera inmensas dudas, se marchó del verde encendido y golpeando todo lo que pillaba en su camino.
Los minutos intermedios de la primera parte, sin Trejo sobre el tapete, se convirtieron en un festival rayista de la pérdida. Pocos pases terminaban donde se supone debían hacerlo. El Sevilla solo debía esperar y machacar. A punto estuvo de marcar Acuña, pero la tapada errática hizo dolerse al aire justo delante de Dimitrievski. Un tiro tímido de En-Nesyri finalizaba una primera mitad con cero giros sorprendentes de guion. Lo esperable.
Tras la reanudación, la puntilla. El Sevilla de Lopetegui aprovechó la absoluta falta de contundencia en la defensa rayista para combinar a placer con paredes y primeros toques. La jugada llevó el balón a los pies de Lamela y su tiro, probablemente, de los más horrorosos que haya hecho en su carrera, lo desvío Catena para llevarlo a la red franjirroja cuando parecía que iría a la esquina. El Rayo de Iraola le rendía un inigualable homenaje al de Paco Jémez y el Sevilla castigaba sin piedad las debilidades del conjunto visitante. Andoni Iraola buscó la reacción de los suyos introduciendo a Pathé Ciss. Y lo cierto es que, en escasos segundos, el senegalés mostró mejor cara que lo que habíamos visto hasta el momento. Nada más salir, un punteo para robar la bola en la medular terminó en un disparo que, aunque a las manos del meta sevillista, mostró orgullo y coraje en la acción. Mientras tanto, la mara hispalense gobernaba su territorio con la permisividad del juez y comandada por serial killers del fútbol como Idrissi, Rekik o Fernando. El Sevilla mostraba una querencia tan grande a la patada, el codazo y la intimidación que hasta en los comentarios de Movistar+ había aparecido, como por oscura invocación, una eminencia nervionense en el arte de dar y pulir cera, el ínclito Pablo Alfaro. Mientras tanto, el Rayo se mostraba timorato y tembloroso, asustado, quizás, escondiendo la patita. Su ternura y fragilidad provocaba que su rival le ganase absolutamente todos los balones divididos, aunque lo cierto es que, a esas alturas, poco importaba ya, si el partido llevaba inerte desde el primer quesito del reloj.
Ni siquiera pudo maquillar el resultado un Andrés Martín de refresco, cuyo remate al muñeco desde el área pequeña evidenció que al conjunto de Iraola le falta gol, además de otras muchas cosas. Hospitalario, justo antes, como siempre, el Rayo no había querido dejar pasar la oportunidad de coronar a otro futbolista recién aterrizado en la Liga (Santi Mina aún continúa viviendo como futbolista gracias a aquel cuento con final feliz en una goleada en Balaídos). Esta vez, el afortunado fue Lamela, quien, tras un balón en profundidad, culminó la asistencia del marroquí En-Nesyri a placer. El tercero caía, pero no como una losa, que suele decirse en el argot. La losa continúa colocándola la gran cabeza pensante, Don Raúl Santiago Martín Presa, año tras año, desde su llegada. En lo institucional, algo sigue oliendo a podrido en Vallecas y la jornada de la entidad se podría definir con tres simples palabras: regreso, retraso y retroceso (cada cual que elija los sujetos para cada predicado). Más allá, en lo deportivo, y a la postre mucho menos importante, pocas conclusiones: lo admirable fue regresar; lo sublime sería haberlo hecho con recompensa.
Texto de Jesús Villaverde. Imagen: twitter oficial Rayo Vallecano.