El miércoles, a las 20 horas, el Rayo se enfrentará al RCD Mallorca para competir por un puesto en las semifinales de Copa del Rey. En Vallecas, para este partido histórico, jugará todo el rayismo.
Nunca había pensado, ni siquiera en aras de fabular con imposibles, que el Rayo pudiese campeonar ninguna competición. Era algo desterrado a la mera ficción futbolística, a lo onírico, al etéreo abrazo de lo literario. Para un tipo como yo, el mero hecho de una permanencia o un ascenso ya es un triunfo. En esa línea, sentí que el Rayo salió campeón el pasado 20 de junio en Montilivi, cuando logró retornar a Primera, tras meterse en el playoff como sexto clasificado y tras un inesperadísimo pinchazo del Sporting de Gijón. Eso es todo. Aquello ya era ganar un título para un aficionado rayista como yo.
Nunca había pensado en la posibilidad remota de que el Rayo pudiese tocar chapa en alguna competición importante. Ni siquiera que alcanzase una final. Jamás. Hasta esta edición de la Copa del Rey, en la que la solvencia del equipo, el buen hacer del cuerpo técnico, la profundidad de armario y la comparecencia franjirroja en cuartos de final, de nuevo, tras dos décadas sin alcanzar esa antepenúltima ronda, me han instalado un gusanillo en la tripa que nunca antes había percibido. Supongo que será el gusanillo del “¿y si la liamos?”.
Las últimas semanas me sorprendo a mí mismo ilusionado como un niño pequeño cuando pienso en los partidos de Copa que puedan quedar. Un nerviosismo que me hace imaginar los partidos –los cuartos de final contra el Mallorca y, si se dan, las semifinales y una hipotética final en La Cartuja– con un brillo de orgullo en la mirada. Porque sí, camaradas, esta vez sí que he llegado a visualizar a nuestro Rayo peleando por un título fuera de Vallecas.
Lo he imaginado y, hemos de reconocerlo, eso ya es un triunfo. Una victoria enorme de un equipo como hacía muchísimos años que no se veían por la barriada. Un conjunto de figuras sin aura ni grandilocuencia, que, sin embargo, caminan pasos firmes hacia la permanencia en la historia rayista. Unos tipos que plantan cara a todo y compiten contra todos los enemigos, no importa el tamaño. Una guerrilla que brega y consigue alzarse contra rivales gigantes hasta hace nada inasumibles. Un equipo que es casi familia y que traslada al césped la colectividad que gobierna las relaciones sociales en el barrio al que representa.
El Rayo saldrá a disputar su partido contra el Mallorca empujado por toda su gente. Por el barrio y por todos los rayistas que viven fuera de él. Por generaciones de rayistas que pasan de padres a hijos y a nietos su locura y una pasión para muchos incomprensible. Los jugadores franjirrojos, como es costumbre, vestirán en sus camisetas sus nombres. Pero los Óscar Trejo, Saveljich, Óscar Valentín, Sergi Guardiola, Balliu, Catena, Álvaro García, Isi, etc., encarnarán a mi abuelo Serafín, que seguramente asistió a los últimos cuartos de final, a mi padre y a mi hermano, mi vínculo más inquebrantable con el fútbol, a los matagigantes Alberto Leva y Miguelito, a Tino, que alentará cual barra desde la Argentina vallecana, a Filipa, embajadora rayista del As Armas, a Edyta, que afranjirroja la bandera de Polonia, a Stefano, el tiffoso rayista, o a Reinier, miembro de honor de la Cuba rayista. A tantos y tantos nombres que también son parte de la franja roja desde cualquier recoveco del globo. Los jugadores defenderán su nombre y, por extensión, el de toda su gente que estará en la grada o pegada al televisor a las 20 horas del 2 de febrero. Y de los que no puedan ver el partido, pero estén con las uñas al nivel de las muñecas, pendientes del resultado. El orgullo de todos aquellos que, ahora mismo, estáis perdidos en estas líneas. Todos y cada uno de los que sienten el Rayo como una parte íntima e indisoluble de su identidad personal. Y eso, por supuesto, también es ya un triunfo. Pase lo que pase, esta temporada ya hemos sido vencedores.
Por todos ellos, Rayo, ¡adelante!
¡Hasta la victoria siempre!