A partir de las 18:30, el líder de LaLiga, el Real Madrid, tratará de asaltar un Estadio de Vallecas que no atraviesa su mejor momento.
Durante años, cualquier rayista que se tercie ha tenido que aguantar la prepotencia de las innumerables y multitudinarias hordas madridistas de la capital. Hordas que parecen no ver nunca fútbol, pero que siempre aparecen para mofarse cuando su equipo alardea en el campo de los millones que posee. Y es que desde que tengo consciencia el Real Madrid y su séquito siempre se han preocupado por dejar claro que Vallecas y el Rayo no son un rival propio de su alto estatus.
El período comprendido entre finales de los años 80 y comienzos de los 90 es, probablemente, el más crítico de la historia reciente de Europa. En apenas cuatro años coincidieron la disolución de una de las mayores potencias territoriales y armamentísticas de la historia, la reunificación de otra, la reestructuración de un país histórico en dos, la última gran guerra del continente y una Copa de Europa de fútbol.
La Euro 92ʼ estuvo marcada por la inestabilidad política. La URSS, disuelta meses atrás y en pleno proceso de reestructuración, participó como «Comunidad de Estados Independientes» (CEI), mientras que Alemania, que había disputado la fase clasificatoria como Alemania Federal y RDA, entró al torneo como país ya unificado. Checoslovaquia, por su parte, cayó eliminada en la que sería su última participación en el torneo como un solo país.
Sin embargo, quien verdaderamente cambió la narrativa del torneo fue Yugoslavia. La Guerra de los Balcanes había estallado hacía un año con consecuencias devastadoras, lo que obligó a la UEFA a expulsar al país del campeonato. De esta forma, la fase final, constituida por ocho selecciones, quedaba «coja», y fue entonces cuando la decisión del comité dio lugar a una de las mayores hazañas de la historia de este deporte.
Dinamarca, que estaba ya de vacaciones, fue invitada para ocupar la plaza vacante. Así, el equipo dirigido por Möller Nielsen se reunía de nuevo al completo, con la gran excepción de un Michael Laudrup que renunció a jugar con la selección debido a sus diferencias con el técnico respecto a su idea de juego.
Los daneses fueron incluidos en el todopoderoso Grupo 1, junto a Francia, Inglaterra y Suecia, la anfitriona. Arrancaron cosechando un empate a cero con Inglaterra y perdiendo con la selección nórdica, por lo que afrontaban el último partido como colistas de grupo. Necesitaban ganar a Francia y que Inglaterra no ganase a Suecia para que los dos países del norte lograsen pasar a la siguiente ronda.
Los de Nielsen se adelantaron en el minuto 8 con un gol de Larsen, pero Inglaterra, por medio de David Platt, había hecho lo propio hacía ya cuatro minutos. Todo se antojaba francamente complicado, y más aún cuando Papin igualaba el marcador para Francia en el minuto 60 de partido. Sin embargo, la Suecia de Svensson se había transformado tras el descanso y, ya en la segunda mitad, Jan Eriksson igualaba de cabeza para que Thomas Brolin pusiera el 2-1 definitivo que eliminaba a Inglaterra y daba aire a los daneses.
La mitad del trabajo estaba hecho, pero aún quedaba lo más importante: ganar. Estaban a punto de hacer historia, colándose en unas semifinales de una Eurocopa para la que ni siquiera se habían clasificado. En su cuento, había un espacio en blanco para que un danés inmortalizase su nombre en la memoria del torneo, y ese fue Lars Elstrup. En el minuto 78 de encuentro, Dinamarca se convertía en semifinalista de la Euro 92ʼ.
El destino quiso que su próximo rival fuese Holanda, y que el duelo gozase de tintes épicos, por lo que no fue hasta los penaltis cuando un fallo de Van Basten ―caprichos del destino― daba el pase a la menos favorita. Así fue como comenzó a gestarse la primera derrota de la Alemania unificada en una final europea.
Ni Holanda en semifinales, ni Alemania en el último partido pudieron evitar que 38.000 almas presenciaran, en el estadio Ullevi de Gottemburgo, cómo Jensen y Vilfort convertían a la invitada en la octava campeona de la historia del continente. Y es que hay veces en las que el fútbol, por suerte, no entiende de grandes y pequeños.