A partir de las 18:30, Girona y Rayo se verán las caras en Montilivi para buscar el pase a Cuartos de Final de la Copa del Rey.
En el fútbol, existen pocas creencias tan típicas a la par que erróneas como aquella de que un gran entrenador lo es cuando impone su idea independientemente del equipo, la plantilla y el lugar en donde esté. De esta, por supuesto, derivan otras como «es un gran entrenador de equipos pequeños, pero no de grandes», «es un gran entrenador de equipos grandes, pero no de pequeños», «su éxito se debe a que es un gran gestor de grupo» y otras lindezas.
Cuando me introduje de lleno en el mundo de los entrenamientos, comencé a ver aún más nítidamente aquello que siempre había pensado. Un requisito indispensable para ser un buen técnico deportivo es la capacidad de adaptación. En muchas ocasiones, el ego lleva a los entrenadores a hacer cábalas incontables para hacer que sus jugadores actúen en función de lo que les han hecho creer que es su idea de fútbol, ignorando que el camino inverso es infinitamente menos laborioso y probablemente más efectivo.
El hecho de que un técnico se encasille en un determinado sistema o modelo de juego resulta muy limitante, de la misma forma que lo es creer que un determinado futbolista tiene unas capacidades inmutables, sin margen de mejora. En términos gastronómicos, si un cocinero tiene únicamente a su alcance 23 manzanas y su tarta favorita es la de limón, ¿tiene más lógica convertir las manzanas en limones o hacer la mejor tarta de manzana posible? En mi opinión (si se me permite), el éxito radica en hacer que ese postre, sea cual sea, cumpla su objetivo: estar rico.
Esto, evidentemente, no se ajusta a la realidad, pues el simple hecho de comparar frutas y personas carece de sentido. Sin embargo, el ejemplo sirve para ilustrar que, a veces, nuestras preferencias nos llevan a ver únicamente una vía posible hacia el fin, cuando cabe la posibilidad de que el camino que llevamos años tomando no sea el más corto para volver a casa.
Hace poco, me comentaron que sólo hay un entrenador en el mundo del fútbol exento de ese trámite adaptativo: Pep Guardiola. Cuando el catalán abre la puerta de un vestuario, todos los jugadores que ocupan los bancos saben a qué van a jugar, se llamen Alfonso Delgado o Thomas Müller, y nadie lo discute. En su libro (y en alguna de sus entrevistas o conferencias), Martí Perarnau cuenta una anécdota de lo más interesante. En su primer entrenamiento con el Bayern de Munich, planteó una primera sesión con un elevado componente técnico (juegos de posición, figuras técnicas, etc.) y una carga física baja. Cuando terminó, los capitanes se acercaron y le preguntaron algo así como «Míster, ¿cuándo empieza el entrenamiento?». Él, sorprendido, les comentó que ya había terminado, y estos, aún más, le dijeron que cómo no iban a correr, que necesitaban físico para sentirse cómodos. Así pues, Guardiola les invitó a hacer footing al monte, pero dejó claro que la sesión había concluido.
Pese al choque inicial, aquel Bayern tuvo el sello del catalán, y no porque impusiese su norma, sino porque convenció a ese grupo de manzanas de que eran limones. No trató de guerrear con ellos, no sucumbió al ego de una estrella de su nivel, sino que aprovechó su estatus para que sus nuevos pupilos confiaran en que emular a aquel Barça hexacampeón era el camino más corto hacia el éxito.
¿Cuántas veces hemos escuchado que el Rayo tiene que tirar la Copa y centrarse en la liga? ¿Cuántas veces hemos oído que la Franja nunca luchará por un título? ¿Cuántas que el único objetivo es la permanencia? Desde antes de comenzar una temporada, nosotros mismos ponemos límite a nuestras aspiraciones. Sin haber jugado el partido, damos por hecho que lo vamos a perder y que vamos a sufrir.
De todos los que en algún momento hemos caído en ello, el cien por cien hemos imaginado a este Rayo en Europa y jugando, por ejemplo, una semifinal copera. Andoni Iraola ha convencido a todo un barrio de que todo lo que les habían hecho creer no es necesariamente real, que los límites que les habían impuesto sólo eran una excusa para sobrepasarlos. Ha quebrantado todos nuestros complejos de equipo deportivamente pequeño para ilusionarnos como nunca con dejar de serlo. Eso, desocupados lectores, es ser un gran entrenador.
Hoy se verán las caras en los banquillos dos de las personas que más nos han hecho soñar, disfrutar y sentirnos orgullosos. Mientras nos volvemos locos por la Copa, soñamos con levantar los brazos como aquel Míchel de 2001. Llevamos años esperando este momento, colgados de un manzano en un invierno de dos décadas. Ahora que más que nunca podemos ser lo que queramos, que nadie nos diga lo que debemos ser.