Por regla general un noruego mide una cuarta más que cualquiera de nosotros y es rubio. En realidad son tantos y tan rubios que seguro que al castellano le faltan adjetivos para designar toda la variedad cromática áurea escandinava. Y, además de altos y rubios, los noruegos saben perder, las cosas como son. Igual hasta lo aprenden en los colegios, o lo entrenan, o yo que sé, pero que saben perder, saben. En eso también nos llevan ventaja. Quizá también sea por civismo. Igual que no tiran un papel al suelo ni se saltan un semáforo en ámbar, pierden, te aplauden y se van a casa como si tal cosa. O a lo mejor saber perder es sólo costumbre porque, no nos vamos a engañar, serán muy altos, muy cívicos y muy rubios pero de jugar al fútbol, poco. No son unos virtuosos que digamos.
Así que los noruegos son altos, rubios, cívicos y saben perder. Son tópicos, sí, pero todos ellos son aplicables al momento en el que el Aker Stadion enmudeció primero y se rindió después a don Jon Andoni Pérez Alonso.
No iba más que un cuarto de hora de partido y Lopetegui ya había tenido que ensuciarse un par de veces. De pronto llovió un centro desde la derecha, puede que lo pusiera Helder. El cuero no dibujaba precisamente la trayectoria con la que sueña un ariete, así que Bolo se inventó un control de espuela que dejó de mármol a Singsaas, un central tan alto y tan rubio rojizo como poco dotado para perseguir delanteros cuando huelen la sangre. El balón describió una parábola justo sobre el único espacio despejado del área. Botó una vez, y cuando lo iba a volver a hacer se encontró con el empeine derecho de Bolo, que lo mandó a dormir al rincón derecho. Golazo. El único del partido. Más madera para la aventura europea.
Bolo corrió al banquillo, lo vi claro porque la cabina de aquella Onda Madrid estaba justo encima. Lo perseguía Luis Cembranos, pero no lo alcanzaba ni con un lazo. A Bolo se le puso cara de golfo, de niño cabrón que la acaba de liar, y desplegó sus brazos como si fueran alas mientras algunos miles de noruegos claudicaban ante la evidencia de una maniobra bien ejecutada. La ocurrencia de Bolo les podía mandar para casa, pero les pudo la cosa cívica y alguno aplaudió. Creo que no habían visto nada parecido desde que Ole Gunnar Solskjaer les ganaba partidos antes de que lo viera Ferguson.
En aquella época aún los móviles no incorporaban cámara, pero en alguna foto salí. Aquellos hinchas tan académicos que sólo se levantaban de la butaca para mear o para volver a casa no entendían cómo un chaval narrara de pie y a voz en grito un partido. Se giraban para mirar cómo sufría como un león enjaulado tras el metacrilato, y sonreían. Palmaban pero sonreían. Te miraban como cediéndote el paso en una rotonda.
En el verde los nórdicos no fueron tan dóciles. Lopetegui le tuvo que parar un penalti a Petter Rudy, un medio muy físico que el Flaco Glaría le recomendó sin éxito a Félix Uceda. José María Glaría había jugado en el Rayo y Jan Berg, aquel escandinavo tan rubio que pasó por Vallecas, se lo llevó a jugar a Noruega. Allí se quedó su corazón y se dejó el cruzado. Luego recomendó al Rayo el fichaje del tal Rudy, pero sus vídeos dormirían para siempre olvidados en un cajón del despacho del gerente.
La vuelta acabó con empate a uno. No hubo fuegos artificiales. Míchel acertó de penalti y la presidenta rajó en el micrófono de la radio: «Tienen que tirar más a puerta, no puede ser que no tiren más a puerta». Al Rayo le quedaba vida en Europa para hacerlo.
Rodrigo De Pablo