El Rayo golea al Málaga (4-0) con una mezcla de lirismo y contundencia en un partido sin apenas historia que los de Iraola dominaron con mano de hierro en todo momento.
Algunas veces recordamos cosas que nadie recuerda. Momentos, instantes, milésimas de segundo que marcan nuestra existencia y nuestra memoria sin que nadie se entere. La belleza del gesto, a la que hacía referencia Denis Lavant en la maravillosa Holy Motors del irreverente Leos Carax, tiene mucha más importancia de la que nos demuestran los fríos datos. La calidez de lo emotivo siempre se hace un hueco. Invariablemente. Esta predominancia de las sensaciones sobre la estadística nos lleva a, por ejemplo, obviar el final de una relación para rememorar, uno a uno, aquellos instantes que nos pusieron la piel de gallina. Esas miradas que se cruzan Chow y Li-zhen en la vaporosa Hong Kong de 1962 que inmortaliza Wong Kar-wai, los ojos lacrimosos de Adèle Exarchopoulos cuando se despide de su primer amor en una París más solitaria que nunca, los gritos desesperados de Isabelle Adjani en el suburbano retratado por Zulawski o ese movimiento tanguero de Óscar Trejo –un inteligente amago que consiste en, simplemente, dejar correr el balón entre las piernas– que podría redefinir los términos de la victoria del Rayo frente al Málaga. Aunque la jugada no terminase en gol; aunque, si nos preguntamos por este partido en unos años, seguramente no recordemos nada más que el frío dato que nos devolvía el electrónico de Vallecas a las 22.51 de la noche del 3 de octubre.
Pasó el tranvía y, efectivamente, el Rayo de Iraola no dudó en subirse, aferrarse al posamanos metálico y dejarse llevar en busca de, quién sabe, un norte menos golpeado, una pequeña aventura en Hong Kong o un viaje iniciático en el que comenzar a conocerse a sí mismo y barruntar con tranquilidad sus capacidades y, desde estas, sus aspiraciones. El técnico franjirrojo volvió a agitar su coctelera y entregó una alineación sorprendente: Morro fue relegado al banquillo en favor de Dimitrievski, Velázquez resurgió en el centro de la zaga y el capitán, Chocota, cedió su posición a un renacido Pozo, que volvió a ofrecer signos –otra vez la importancia del gesto– de que esta temporada puede llegar a ser el que fue. El mediapunta fuengiroleño le aportó al equipo lo que le había faltado la semana anterior en su visita a Ponferrada: tranquilidad, criterio, último pase y gol.
Desde los primeros minutos, el Rayo se abalanzó sobre su rival, un Málaga que trataba de contener la pasión de una escuadra que llegaba con el orgullo herido tras ser apaleado y pisoteado en su intento de escapada. Los franjirrojos huían hacia adelante como ese Antoine Doinel que se alejaba más y más de sí mismo y de todo lo que arrastraba su identidad. De los cuatrocientos golpes que le habían asestado hace tan solo una semana. Como método de resarcimiento, los de Iraola no se cansaban de colgar y descolgar balones al área, a la medida del recién mudado que trata de comprobar qué cuadro casa mejor con la pintura blanquecina de su nueva morada. Fran García era un estilete. El anhelo de Vassili Zaitsev, eliminando a sus oponentes uno por uno. Para el ejército comandado por Sergio Pellicer, un enemigo a las puertas. Y, sin embargo, el primer bombardeo llegó por el otro flanco. Fue Pozo el estratega e Isi Palazón, el ejecutor del plan. El malagueño envió una pelota por encima de la defensa y el extremo lo recogió para continuar su legado con otro sombrero que el defensa solo pudo cortar por mediación de la mano. Silbato y mano al punto del colegiado, que decretaba la pena máxima, convertida por el propio Isi, casi cinco minutos después, previa tregua proporcionada por el VAR.
Todavía repicaba en el oído interno malaguista ese pitido incómodo que dejan las bombas cuando, esta vez sí, desde el flanco izquierdo, otro misil fue proyectado hasta los cimientos del cuartel visitante. Álvaro García centró y, en el intento de organizar la defensa, Juande se introdujo el balón en su propia portería. Nadie lo sabía aún, como ningún oficial nazi lo reconocía en el invierno ruso, pero, en esa jugada, había concluido la contienda.
Sin embargo, espoleado por el dolor infligido en filas, el Málaga pareció lanzar una bocanada de orgullo sobre las fauces del monstruo. El conjunto foráneo, de verde y púrpura anoche, cancheó y consiguió arrinconar a un Rayo victorioso que, por breves momentos, se desdibujó algo incómodo sobre el césped. Una falta botada al centro del área y despejada con apuros por Catena y un cabezazo de Rahmani con demasiada rosca amenazaron la fachada de imbatible que presentaba el equipo local al término del primer envite.
Y como no hay dos sin tres, el Rayo entró a la segunda mitad con ánimo de finiquitar; con la vocación de ese escritor que por fin se ha decidido a conquistar a su inalcanzable personaje, como aquel personaje de Spike Jonze al que ya le da igual que todo el mundo sepa que se ha enamorado de su sistema operativo. Así, despojado de vergüenzas, y decidido a proclamar su deseo de amar, los franjirrojos presentaron candidaturas con un gol anulado a Qasmi por fuera de juego de Isi Palazón. Solo era la última de las advertencias; minutos después, el propio Isi regalaba un balón exquisito a la espalda de la defensa boquerona que Pozo bajó al piso con la delicadeza alegre de Fred Astaire y escupió a la escuadra con la elegancia violenta del mismísimo Don Draper.
Hacía tiempo que el Málaga había descomparecido del encuentro. Pero quién sabe si la inquina, la nostalgia o el resquemor, el destino quiso que un ex rayista como Jozabed –conocido en Payaso Fofó no precisamente por ser el más profesional– estuviese a punto de ponerle picante a la noche con la culminación de la única y brillante jugada colectiva del conjunto malagueño. Su disparo se marchó ligeramente desviado y empujó a la réplica de Álvaro García. Otro disparo violento, con saña e instintos asesinos, que se estrelló contra la madera como el hacha de Jack Torrance resquebrajaba la puerta del baño en el que se escondía, atemorizada, Wendy. ¡Aquí está Jack!
Todavía andaban los de Iraola pegando hachazos a la puerta, un tiburón deseoso de sangre, cuando Trejo deshizo el halago para volver a coserlo en el centro del campo. Era una jugada sin aparente interés, pero el argentino, que había salido para acaparar el balón y embolsillarlo, amagó y se giró, dejando pasar el balón entre las piernas, para completar el más bello de los bailes sin pareja. El gesto que jamás recordaremos cuando revisitemos este turbulento pasado. Su asistencia a Joni Montiel terminó con una estirada meritoria de Dani Barrio, que minutos más tarde repelería, con la misma solvencia que mostró en todo el encuentro –pese a los cuatro goles encajados–, un remate de Velázquez que, a la salida de un córner, se estrelló en uno de sus defensores y estuvo a nada de mecerse en su magullada red, así como una intentona de un voluntarioso Joni Montiel que buscaba regatearlo para marcar a placer tras otra delicatessen de un Óscar Trejo que parecía gigante entre líneas. Sergio Moreno se desesperaba y pedía a gritos a su compañero el regalo del gol. El que sí lo encontró fue Antonio Cortés. Qué bien suena este nombre como delantero de la franja vallecana, por cierto. El delantero debutó marcando y agradeciendo con un magnífico cabezazo un soberbio centro de Andrés Martín desde la orilla izquierda del ataque vallecano.
Pasó el tranvía por Vallecas. Un tranvía llamado Deseo ante el que el Rayo de Iraola no tembló.
Los franjirrojos volvieron a la senda del triunfo y se desquitaron de la goleada sufrida en El Toralín con otra goleada a favor. Desnudando sus intenciones, dejando al descubierto la mueca, el gesto, el cruce de miradas. Un Rayo que se sabe mostrar tan agresivo como el antagonista de El resplandor y tan pasional como aquella pareja de Deseando amar. Y, ojo, al contrario que en la vida, en el fútbol no es malo tener dos caras. Incluso alguna más.