El Mirandés, que llegaba como último clasificado, se lleva los tres puntos de Vallekas y hurga en la herida abierta de un Rayo que sigue en caída libre. La afición se manifestó contra la gestión de Raúl Martín Presa en la previa del partido.
La nada es, según la definición de la RAE, «inexistencia total o carencia absoluta de todo ser». O la «sensación de vacío e inexistencia». También una «situación o estado de carencia absoluta». Para las tres acepciones encaja el Rayo de esta temporada. Un equipo falto de espíritu. Un cadáver que solo espera la autopsia que certifique la hora exacta de su muerte y el motivo de la defunción. Para, por fin, dejarse llevar al vacío y a la ausencia que ensaya en primeras partes como la que jugó contra el Mirandés.
Se presentaba la tarde idónea para ofrecer los primeros síntomas de resurrección. Una hinchada enchufada tras la manifestación contra la pésima gestión de Martín Presa, un once en el que se intuían ganas de agradar y la visita del último clasificado parecían suficientes para, al menos, pensar en otro partido. En cambio, la revolución de Baraja vio morir la tarde con su sentencia de muerte en el imaginario. Parece que la estancia del Pipo por Vallekas no se alargará mucho más allá de la madrugada. El míster está virtualmente sentenciado.
Compareció al campo el conjunto local con la banda derecha ocupada por dos teóricos laterales: Galán, en su posición, y Quini, en la de extremo, donde ha jugado su mejor fútbol en lo que va de año. Por su parte, Fran Beltrán dejó en el banquillo a Baena y Embarba ocupó, incomprensiblemente, la posición de mediapunta. Con estas novedades, la franja roja puso su destino sobre el césped. Y, claro, perdió el norte. De la primera mitad del encuentro apenas hay eventos reseñables. Un dominio insultante de un Mirandés que, sin embargo, no atinaba a disparar con peligro entre los palos de Gazzaniga. Cuando lo hacía, era más por desequilibrios en la retaguardia del anfitrión que por méritos propios de su ataque. Mientras, los franjirrojos trataban de comprender dónde se encontraban o en qué momento habían despertado de la siesta en esa alfombra verde bajo los ojos de casi 7000 personas. La nada. El vacío. El sopor. Solo Diego Aguirre trató de acercar algo de entropía (según la RAE la «medida de desorden de un sistema») a la meta de los castellano-leoneses. Pero su disparo, el único de los locales en los primeros cuarenta y cinco minutos, se estrelló, de forma lánguida, como si no quisiese ocasionar demasiada molestia, contra el fondo de Eurocolchón.
No se sabe de qué había que descansar, pero llegó el descanso. Y al volver, otra vez, el partido parecía otro. En parte porque Galán volvió a hacer efectiva la teoría de los ex. Tras una mano del guardameta Sergio Pérez, la falta botada por Jordi Gómez se estrelló contra la barrera y el rechace fue a parar a Fran Beltrán que lo hizo impactar en el palo derecho del portero. A la tercera fue la vencida y el lateral, en posición de delantero centro, lo remachó a la red. Solo transcurrían cinco minutos de la reanudación y el partido se había puesto de cara para el Rayo. Pero la felicidad dura poco en la casa del pobre. Poco después de que Embarba eligiese la peor opción para finalizar un contragolpe de manual, Javier Álvarez movió sus piezas. Entró Urko Vera e inclinó la balanza hacia su orilla. El delantero de Barakaldo solo precisó de ocho minutos para penalizar la falta de contundencia de la defensa local con un cabezazo que cogió a contrapié a Gazzaniga.
Sin reponerse aún del varapalo, la Ley de Murphy volvió a golpear al equipo de Baraja. Pese a que la tarjeta amarilla vista por Diego Aguirre poco antes parecía ser una clara señal para dar entrada a Akieme y subir a Álex Moreno al flanco de ataque, el Pipo decidió retirar al otro extremo, Quini, para hacer efectiva la vuelta a la convocatoria de Ebert. El resultado no pudo ser más drástico. Segunda amarilla tonta para el interior toledano, que empezaba a afilarse como un puñal por banda, media hora en inferioridad numérica y otro partido muerto antes de dar su último aliento.
Desde entonces hasta el pitido final, otra vez la nada. La muerte cerebral de un club que agoniza en su propia desidia y en su falta de carácter. Una falta de alma que parece contagiarse desde el terreno de juego al banquillo. Resulta complicado justificar de otra forma la inexistencia de cambios hasta los últimos instantes de la segunda mitad, pese a ver como un sobrio Mirandés se aproximaba poco a poco al gol que diese la vuelta al marcador. Toni Dovale, Javi Guerra, Akieme, Baena… Todos calentaban en la banda, mientras sus compañeros se veían superados por los rivales. Pero ni siquiera la amenaza de Urko Vera, que envió un disparo al cuerpo de Gazzaniga y volvió a marcar, aunque su remate estaba invalidado por falta, hizo reaccionar al entrenador vallisoletano. Hasta que la escuadra visitante se adelantó en el luminoso con un gol de Sangali que terminó de aniquilar Vallekas cuando restaban ciento ochenta segundos más el tiempo añadido. Lo que vino después sonó más a chiste que a movimiento serio: Rubén Baraja dio entrada a Javi Guerra en lugar de un Embarba que se marchó con una sonora pitada de la afición vallecana. Una hinchada tan maltratada, cansada y harta cuya definición toma cuerpo en la imagen de Bukaneros de espaldas al equipo y a la gestión del máximo responsable, al que incluso la grada visitante cantó el “Presa, vete ya”. De espaldas al vacío, a la nada, a la insustancialidad y la ausencia de identidad en la que han convertido las pisoteadas valentía, coraje y nobleza.
Texto: Jesús Villaverde Sánchez
Fotografía: Irene Yustres (ver galería)