Un doblete de Juan Villar, un nuevo clínic de Trejo y un latigazo de Álvaro García certifican la victoria del Rayo ante el Zaragoza (2-4) y el asalto a La Romareda. Los de Jémez se reenganchan, una vez más, a la zona alta.
Si me pidieran que definiese al Rayo de la temporada 2019/20, creo que el adjetivo que escogería sería volátil. La RAE recoge dos acepciones sobre el término: 1) que se volatiliza fácilmente en contacto con el aire; y 2) que cambia o varía con facilidad y de forma previsible. Las dos me encajan perfectamente con los dos rostros que está mostrando el equipo de Paco Jémez durante toda la temporada y, especialmente, en el periodo posterior al confinamiento y el parón liguero por el coronavirus.
El conjunto franjirrojo es capaz de lo mejor y lo peor. Siempre lo ha sido, pero dicen que con el tiempo se acentúan los rasgos principales del carácter. En Zaragoza, el partido comenzó como comienzan tantos otros: con un gol del rival en el primer acercamiento al área defendida por Dimitrievski. La defensa vallecana defendió rematadamente mal; tanto que Pichu Atienza, un defensa central no especialmente dotado de cualidades técnicas, fue capaz de revolverse en el área y sacar un latigazo a la media vuelta que alojó directamente a la escuadra del guardameta macedonio. Nadie hizo nada por evitar que el remate fuese a placer: Saúl García pasó sin pena ni gloria por delante del balón y Saveljich volvió a colgar el cartel de “ni está ni se le espera”. Lo de siempre, vaya.
Sin apenas contacto con el partido, el Zaragoza ya le había dado el primer bofetón al Rayo. Y no fue uno cualquiera, sino uno de estos que resuenan tanto que todo el personal se gira para mirar, de forma humillante, al abofeteado, que trata de disimular los cinco dedos marcados en su carrillo. El gol del conjunto maño no hizo más que anestesiar un partido que parecía que nunca llegaba a comenzar; adormilado, sin ritmo. “No tiene ni chicha, ni limoná”, le habría dicho mi querida madre, si se lo hubiese cruzado. Tan poco pasaba que los comentarios de la cadena #Vamos se habían convertido hacía rato en un festival de la idiotez y el sinsentido. Aquí también podríamos decir aquello de “lo de siempre”, por cierto. Como también en la necesidad de Mario Suárez de arriesgarse a la tarjeta roja al derribar a Puado en el borde del área, pocos minutos después de recibir la amonestación. Así las cosas, Paco Jémez trataba de poner algo de orden en su cuadro táctico y Víctor Fernández… Víctor Fernández lo protestaba absolutamente todo. Cuenta la leyenda que un día salió de casa y le protestó al árbitro porque le dio un poco de aire en la cara.
Tuvo que llegar Juan Villar para sacar un poco del letargo el duelo. “Mira, Pichu, si tú has hecho ese gol, yo te respondo con este otro”, pareció decirle al central del Zaragoza. Como el Clint Eastwood de la escena final de La muerte tenía un precio: apareció, estrujó el reloj, detuvo el tiempo y lo puso a funcionar a tiros. “Nada, viejo, que no me salía la cuenta: ahora está bien”. El delantero recogió un balón llovido del cielo tras un magnífico centro de Álvaro García (sí, han leído bien, amigos) y lo embocó, a bote pronto, con violencia y desprecio, en el fondo de las mallas defendidas por el querido ex rayista Cristian Álvarez.
El descanso marcaba el inicio de un partido completamente nuevo. Desde cero, con unas tablas en el marcador que iban a tardar poco en romperse. El Rayo había mutado en el descanso. Bruce Banner se había convertido en Hulk, Tony Stark salía vestido con la armadura de Iron Man y T’Challa ya no era él, sino Black Panther. Los de la franja roja ya eran los vengadores. Nunca más los de antes. A la segunda mitad salió un tiburón que olía la sangre y quería más y más y más. Comerse las extremidades de su rival, maniatarlo y no dejarle rascar puntos en el duelo. De esa forma, a un cambio de juego fabuloso de Santi Comesaña le siguió un control delicatessen de Jorge de Frutos, que sirvió el postre en bandeja al asesino silencioso. Johnny cogió su fusil. Otro gol de Juan Villar, que empujó el servicio a la red a los cinco minutos de la reanudación. Pocas vueltas al reloj después, Pichu Atienza confirmó otra vez esa leyenda que dice que si un defensa marca un gol, pronto hará una picia y lo compensará. El karma del defensa. Álvaro García agradeció el regalo y lo convirtió en el tercer gol de los visitantes tras un recorte y un remate pegado al palo con la pierna derecha.
Lejos de amilanarse, el Zaragoza se echó arriba y trató de poner medidas para detener la acometida rayista, que se antojaba imparable para los maños. De ese esfuerzo surgió un brillante pase largo de Guti que Javi Puado, tras ganarle la carrera a Catena, envió a la red con una vaselina llena de estilo y clase ante la que nada pudo hacer Dimitrievski. El cabreo de Paco Jémez era tal que ni siete mascarillas, una encima de la otra, hubiesen contenido ese aliento lleno de ira. Eso sí, el partido era bonito; de esos que los entrenadores, controladores empedernidos y calculadores natos, odian con todas sus fuerzas.
Y en ese entorno de locura, un acto de valentía, coraje y nobleza se apoderó del juego. Óscar Trejo se hizo dueño y señor del balón y ningún jugador del equipo maño conseguía robarle el anillo. El argentino tenía entre ceja y ceja llevar la reliquia al monte del destino, aunque tuviese que pasar por encima del cadáver de miles de Sauron. Y, con sus toques de tango, lo hacía. Sobre una baldosa, sobre dos metros cuadrados de césped y, si hubiese hecho falta, habría subido corriendo con el balón por las gradas de La Romareda, pero nadie hubiese sido capaz de alcanzarlo y robarle el esférico. Nadie.
Pletórico, el mediapunta desesperaba a todo el equipo rival, paraba el ritmo de juego, le imprimía velocidad sin apenas moverse del espacio y desequilibraba el reloj y la conjunción espacio-tiempo. Hasta que, finalmente, en el rechace de una soberbia jugada de Isi Palazón –qué par de regates hizo en la medular–, finiquitó el partido, la contienda y las esperanzas del ejército rival. Su acto de valor apagó y derribó, por fin, el ojo de Sauron. El Rayo había salido victorioso de uno de los campos más difíciles de la categoría. Y no de forma casual, sino endosándole cuatro goles a un Zaragoza que, de haber ganado, hubiese adelantado al Huesca de Míchel en la carrera por el ascenso directo. Así son los vallecanos, se cuidan entre sí. Mientras tanto, los de Jémez se vuelven a reenganchar por quincuagésima vez al tren del playoff. Quedan cuatro paradas y, ahora, todos quieren bajarse en la última. Hacer transbordo al expreso que viaja hacia el norte, a la zona cómoda, a los barrios elegantes. Allí donde el Rayo sueña con volver a ser la nota discordante, la oveja negra, la nota de anarquía entre los niños bien.