El Rayo es ―junto a Osasuna― el equipo revelación de LaLiga y el Barça está fatal en todos los aspectos. Todos lo sabemos y, debido a ello, esto es todo lo que voy a hablar del partido de hoy en esta anti-previa. No vengo a hablar de fútbol, o al menos no de forma de forma explícita. Es por ello por lo que, como un Cervantes de ali-express que defiende la continuación de su Quijote ante un apócrifo Quijano, empleo este primer párrafo como aviso y prudente justificación de lo que está por venir.
Esta semana he sufrido uno de mis habituales ataques de bibliofilia. Estos extraños brotes tienen orígenes diversos: el morbo de un texto prohibido tiempo atrás, una lectura cuya visión del mundo cambie la mía o una simple recomendación de alguien a quien aprecie. Confieso que he borrado ese «simple» en más de una ocasión. Al fin y al cabo, ¿qué hay más complejo que una recomendación?
Siento que cuando una persona me invita a leer un texto, me invita asimismo a leerle a ella, a sumergirme en una íntima conversación entre su interior y el del libro; una conversación de la que quieren hacerme partícipe. Si un ser querido me abriese las puertas de una obra que ha significado algo en su vida, no volvería a verlo con los mismos ojos. Las expresiones, los personajes y sus peripecias me ayudarían a comprender mejor ese mundo oculto al que no siempre conseguimos llegar. En cierta medida, un hombre es lo que lee.
La literatura y el fútbol son fenómenos aparentemente inconexos, pero todo depende de lo dispuesto que uno esté a dejar volar su imaginación y sentimentalismo. Personalmente, me gusta ver a ambos como puertas a nuevos mundos, como historias infinitas, como nuevas realidades. Al ocupar una butaca en el teatro experimento una sensación similar a la que me genera vivir un partido. Previamente al espectáculo, soy un mero espectador excluido por la cuarta pared. Sin embargo, una vez comienza sus criaturas me llevan de la mano a vivir lo que ellas viven, a sentir lo que ellas sienten y, en suma, a hacer míos sus éxitos y fracasos. Cada personaje y su contexto son un nuevo mundo por explorar. Una película, una novela, una obra de teatro y un partido no dejan de ser múltiples historias por contar.
A lo largo de mis catorce años como abonado franjirrojo he quemado esas etapas de la vida que se van para no volver. Podría decir sin miedo a pecar de hiperbólico que me he criado con el Rayo. Durante estos casi tres lustros he puesto el punto final a cientos de historias: mi primer partido en el estadio, mi primer ascenso a primera, mi primera Copa del Rey, mi primera lágrima futbolera, mi primer gol, mi primera victoria contra el Atleti, la primera contra el Madrid… Dentro de un mismo universo futbolístico todas ellas dan vida a pequeños mundos, a pequeñas historias únicas, nuevas e incomparables entre sí.
Esta semana he sufrido uno de mis habituales ataques de bibliofilia, gracias a Helene Hanff y Franck Doel. Su historia arranca a finales de los años 50, cuando una joven neoyorquina intenta, sin éxito, llevar sus obras a los grandes teatros de la ciudad. Entretanto, desarrolla su amor por los libros adquiriendo ejemplares de una recóndita librería londinense situada en el número 84 de Charing Cross Road. Doel era el dueño del establecimiento.
Durante veinte años, intercambiaron misivas y entablaron una bonita y lejana amistad. Helene mandaba el listado de sus nuevas inquietudes y Franck recorría la ciudad con énfasis y cariño para mandar al otro lado del mundo el mejor ejemplar de cada obra. Hasta el fallecimiento del librero en el año 68, ambos entablaron una relación de pureza y ternura sustentada en el amor mutuo por esos pequeños mundos de papel encuadernado.
Cuando Franck murió, Helene perdió la llave que durante dos décadas le abrió la puerta de tantas y tantas historias. Sin embargo, también encontró la suya. Una vez que su compañero de lectura se marchó, publicó todas las cartas que intercambiaron bajo el título de 84, Charing Cross Road, el punto donde se ubicaba la librería que los había unido para siempre. Aquella obra le dio, cuando menos lo esperaba, el reconocimiento por el que años atrás tanto había luchado.
A lo largo de mis catorce años como abonado he escrito y puesto el punto final a cientos de historias, pero hay una que aún está por escribir. Con la madrugada acompañando mis dedos danzantes sobre el teclado cierro por un momento los ojos y sueño. Una marabunta de recuerdos agrios, varios párrafos que olvidar, algún desafortunado baile y un papel en blanco sobre el que escribir: «mi primera victoria contra el Barça».