A partir de las 14:00, dará comienzo en Vallecas el partido que enfrenta a Rayo Vallecano (6º) y Deportivo Alavés (17º).
A la tarde, la luna ya se escondía entre la neblina. Brillante como pocas veces la recuerdo, inmóvil ante el lento avance de nubes dispersas, me hacía viajar a romanceros lorquianos, a estampas decimonónicas, a esa escena única de Un perro andaluz. Entendí más que nunca la sublimidad de los poetas románticos, porque esa luna nocturna, tenebrosa y portadora de malos augurios me pareció sencillamente fascinante.
A la noche, el ambiente gélido ya había convertido el campo de fútbol en un manto de escarcha impracticable. Eran las 23:30. Mientras recogía los conos desperdigados por el césped, en mi cabeza sólo rondaba la idea de que faltaban catorce horas y media para el inicio del partido. «¿Hará tanto frío como ahora?», me preguntaba. Alcé la mirada, tapé el cielo con vaho, esperé a que se disipase y me sorprendí; esa luna nocturna, tenebrosa y portadora de malos augurios, esa luna que tanto llamó mi atención, había sido absorbida por la niebla. En mi mente no cabía otra opción: lo impactante tiene fecha de caducidad, la racha del Rayo se iba a acabar.
Pensé en lo duro que iba a resultar escribir estas líneas de madrugada, tras un día largo y agotador, con la certeza de que cualquier esfuerzo para cambiar el destino iba a ser en vano. De nada iban a servir las siete victorias en Vallecas, la condición de mejor local de la competición o el incuestionable puesto europeo que nos acoge, pues la luna había hablado ―o más bien todo lo contrario―.
El Deportivo Alavés, dos puntos por encima de los puestos de descenso, ha sumado cinco puntos en sus siete salidas esta temporada. Pese a ello, cuenta en sus filas con uno de los jugadores más entonados del campeonato. Joselu Moreno acumula ocho dianas en lo que va de competición, tres más que Álvaro García y Falcao, máximos goleadores de la Franja.
La luna vino a la fragua con su polisón de nardos, y yo, como un niño, la estuve tiempo mirando. Por primera vez, he creído en la belleza del invierno, en ese frío tan aplastante que se puede incluso ver, como el calor ondeante de los desiertos. «¿Y por qué iba su marcha a significar nada?», pienso, quebrantando todos los límites de la superstición. Apenas se ve el cielo en la oscuridad de mi ventana. El niño lo mira, mira, el niño lo está mirando. ¿Y por qué iba el Rayo a padecer el invierno, si en su manto de escarcha lucen intactas sus veintisiete flores?