Reflexiones en torno al 20 aniversario del paso del Rayo por Europa, hechas por una persona que no tuvo la suerte de vivir este hecho histórico.
Lo antiguo tiene un aura que me genera especial interés. Quizás se deba a mi obsesión por preservar la historia, aparezca o no en los libros. También puede que, simplemente, se ajuste a unos cánones de belleza en los que solo mi subconsciente es capaz de sumergirse.
La soledad cada vez me incomoda menos. Son habituales en mi afán por rehuir la rutina los paseos anárquicos por las calles del barrio. ¿Quién antes que yo habrá recorrido esos mismos pasos, tratando de alejarse de su asfixiante burbuja? Tal vez en la calle Imagen vivió una mujer con mis mismos miedos e inquietudes, que miraba en los noventa mi bloque de Pablo Neruda con el mismo desprecio con el que observo yo, hoy en día, los modernos e insultantes edificios que presiden el cielo de la avenida de San Diego.
Recorrer el Cerro del Tío Pío es imaginarlo repleto de humildes chabolas, o sonreír a un desconocido sabiendo que, décadas atrás, ese misterioso hombre podría haber sido el mismísimo Benjamín Palencia. Andar por Vallecas es recordar tiempos de vendedores ambulantes, carros de caballos, disparos de trinchera, rebeldía, independencia, campo… Es saber que perteneces a un legado de lucha y solidaridad, de historias que, aunque no viviste, son tan tuyas como de quienes las protagonizaron.
Hace exactamente 20 años, los hijos del caballo blanco silenciaron Europa. El barrio se vestía de gala para recibir al todopoderoso Girondins de Burdeos, por entonces líder de la liga francesa. Lo que sucedió es de sobra conocido por todos. Este humilde plumilla que hoy se dirige a ti, ocupado lector, tenía por aquel entonces dos años y un simpático gorrito del Real Madrid.
Evidentemente, no recuerdo nada más allá de lo que mi mente ha logrado crear a raíz de investigaciones superficiales y una ligera obsesión por ver repetido aquel partido. No grité los goles. De hecho, dudo que por aquel entonces entendiera realmente lo que era y suponía anotar un tanto. Sin embargo, dios sabe que recordar aquella hazaña me remueve el corazón como si hubiesen sido mis diminutos pies los que empujaron aquel balón al interior de la portería.
Ser del Rayo es una mierda, por mucha retórica y mística que pretendamos meterle al asunto. Es un trabajo forzoso, apático, difícil, en el que las alegrías espontáneas no superan en absoluto las decepciones que sufrir la Franja acarrea. Es ilusionarse a la mínima, pero caer antes de terminar de hacerlo. Es soñar con ganar, aún sabiendo que nunca lo harás. Es pensar en Europa, y envidiar a todos aquellos que sí pudieron disfrutar del momento más feliz de nuestra historia; porque sí, lectores inferiores a los años noventa, no tenéis ni idea de lo afortunados que fuisteis.
Lo antiguo tiene un aura que me genera especial interés. ¿Qué manos pusieron los ladrillos de mi casa? ¿Qué manos habrán tocado después esas manos? ¿Qué estarán tocando ahora? Son preguntas que solo la imaginación será capaz de responder. Quién sabe si, tal vez, aquellas manos tocaron también el cielo con el gol de Míchel.