Crónica de un banquillo anunciado
Desde hace meses ronda la cabeza de este redactor la idea de hablar sobre la lesión más grave que le puede pasar a un futbolista: el no jugar estando disponible.
He dado muchas vueltas a cómo estructurar el artículo, a cómo enfocarlo. A expresarlo como una historia contada por un propio jugador de cantera (que lo he sido, hace ya mucho tiempo), a hacerlo en tercera persona como algo ajeno a mí, o, bien, como finalmente he decidido, a una historia en primera persona, vivida como jugador, y cuya moraleja o enseñanza final quiero transmitir a todo aquel que me quiera leer, a todo aquel que sienta el fútbol como parte de su vida y pueda aplicar lo trasmitido como un consejo a la hora de afrontar determinadas situaciones.
Corría el año 1990, año arriba año abajo. Sábado por la mañana, encapotado, lluvioso, frío y húmedo. No paraba de llover. Nada invitada a disfrutar con la pelota en los pies: campo encharcado, barro hasta en el marcador, ráfagas de viento helado y nuestro gran amigo el balón Mikasa FT-5, apto sólo para campeones capaces de lo más audaz en un terreno de juego. Enfrente el San Sebastián de los Reyes, líder de la categoría, de segundo año y, hasta ese momento, intratable en su campo. Una victoria en su feudo nos auparía al liderato así que, por qué no, debíamos intentarlo.
Había sido titular indiscutible en mi puesto hasta el momento, jugando todos los minutos posibles, no conociendo sustitución, ni suplencia, ni no convocatoria alguna. Y, quizá, precisamente eso fue lo que, en mi inmadurez deportiva me llevó a pronunciar en alto para mí aquella maldita frase de: “Por favor, hoy banquillo”. Se debieron alinear los planetas o, simplemente, el míster me oyó, y cual primer deseo en una lámpara maravillosa comencé el partido afincado en ese lugar inexplorado para mí, semienterrado en aquella época, y con un frío y humedad que calaba hasta los huesos.
Al principio pensé: “mejor, así no me mojo y no me lleno de barro”. Creo que esa frase pudo tener sentido los 30 primeros segundos de partido. A partir de entonces, dentro de mí sólo se podía percibir una lucha interna por poder salir, por poder demostrar lo que era como futbolista, por poder ayudar al equipo a obtener la tan ansiada victoria. Pasaban los minutos y llegó el descanso. El marcador no se había movido, ninguna sustitución a la vista. “En el segundo tiempo seguro que me saca”, pensé. Seguían pasando los minutos, y yo buscaba con la vista poder cruzarme en la mirada del entrenador. Ansiaba ese momento, lo necesitaba. Esa ansia, según transcurría el segundo tiempo, se fue transformando en frustración, en impotencia, y si soy totalmente honesto… en pena.
No recibí ni una sola instrucción de mi entrenador, ni un mensaje de aliento, ni una palmada en la espalda, ni un comentario de consuelo. Nada. El pavor se apoderaba de mí… ¿De verdad no voy a jugar? Quedando 10 minutos, haciendo gala de todo el valor que pude reunir en ese momento, llamé al entrenador y le dije: “¿Salgo ya, míster?”. El entrenador se giró hacia mí, y con un tono de voz que aún resuena en mi interior como el eco de la campana de la catedral más grande del mundo, me dijo: “NO”; y continuó a lo suyo.
Dicen los terapeutas que los traumas infantiles se bloquean y a partir de este momento los recuerdos son algo borrosos para mí. Recuerdo el marcador final de partido (0-0) y me recuerdo a mí mismo llorando desconsoladamente en un banquillo vacío, un lugar donde había deseado estar de manera involuntaria y que se había convertido en mi cárcel personal durante 90 minutos.
Y es, quizá, esta historia lacrimógena la que me lleva al mensaje principal que quiero lanzar en esta reflexión. Ese jugador inmaduro entendió desde ese momento que quería desterrar para siempre esa sensación vivida ese día, una sensación que hasta el día de hoy la llevo marcada a fuego en mi alma. Ese jugador inmaduro, creció y con el tiempo llegó a ser entrenador, o, más bien, como me gusta denominarme, formador.
Últimamente he tenido la oportunidad de vivir la situación de la que hablo desde otra perspectiva: desde la grada. Veo entrenadores con una tremenda formación académica, título por aquí, título por allí, Máster por allá, ese tipo de entrenadores que querría para sí cualquier cantera (los que antiguamente llamábamos JASP, en honor a aquel mítico anuncio del Renault Clio en el que se denominaba a sus novicios conductores: Jóvenes, Aunque Sobradamente Preparados), pero en los que parece que la faceta humana se va difuminando progresivamente. Nos olvidamos de la persona, del jugador, del alumno, del niño… para centrarnos en el central, el lateral, el delantero… Es como si esa faceta de profesor o formador que se nos presupone, vaya dejando sitio al Mourinho que todos llevamos dentro.
En una cantera, nos encontramos con equipos forjados a partir de una selección previa de jugadores, jugadores a los que se les presupone un buen nivel futbolístico y sobre los que tenemos, me incluyo yo también, la responsabilidad de formarles como deportistas y, sobre todo, como personas. Llegado este punto me pregunto: “Si son jugadores elegidos… cómo es posible que algunos no te sirvan? ¿Es culpa del jugador? ¿Del formador? ¿Del Presidente? (en esta última Miguelito estaría de acuerdo conmigo seguro)
A mi modo de ver, será responsabilidad del entrenador gestionar ese grupo, enseñarles lo máximo que pueda, motivarles, ilusionarles, hacerles sentir parte de un todo y de una colectividad que, a corto plazo, será su familia durante un temporada entera.
Será responsabilidad del entrenador ayudar a aquel que se quede atrás, intentar obtener lo máximo que sea capaz de dar y fomentar su relación con el resto de los compañeros de su equipo. Todos merecen esa oportunidad y confianza que tiene la estrella del equipo porque, al fin y al cabo, cualquiera de ellos puede resultar ser esa estrella en un momento puntual de la temporada (en la élite se hablaba de esa mágica cifra de cinco partidos que necesita un futbolista para coger confianza y dar todo lo de sí que se le presupone).
Llegado este punto, me doy cuenta que he cometido un tremendo error. Un error tan simple como haber mirado el DNI del entrenador que evalúo. “Les falta ser padres para poder comprender más lo que sienten los niños”, pensaba yo. Y me he encontrado de todo, desde chicos jóvenes, llenos de talento, y con un gran valor humano dentro, que se desviven por sus alumnos y que sufren por ver quién se queda sin convocar cada semana, con un reparto equitativo de minutos, hasta entrenadores ya hechos y derechos que miran únicamente por el resultado, que permiten que alumnos suyos se queden atrás y camuflan una mala captación en la absurda excusa que el niño no vale. No puedo generalizar, es un error.
Por todo ello sólo quiero pedir a los formadores que me lean que sigan ilusionando, que sigan motivando y que sigan enseñando a aquellos jugadores de los que son responsables. La virtud del buen entrenador está en hacer mejores a sus jugadores, sea cual sea su nivel. El trabajo bien hecho se verá a final de temporada cuando pueda decir con orgullo que nadie se ha quedado atrás, que nadie ha estado por debajo de las expectativas y que nadie ha sufrido un ápice practicando el deporte que ama.
De esta forma, la próxima vez que un jugador tuyo se gire y te pregunte: “¿Salgo ya Míster?” Él ya sepa de antemano que alguien le ha preparado para ser el mejor y triunfar en la vida, que no hace falta privar de jugar a alguien para darle a entender que no cumple tus expectativas, ya que partidos hay muchos, pero vida solamente una.