Un año sin poder pisar el Estadio de Vallecasa por esta maldita pandemia y 10 años de luto obligado por una nefasta gestión presidencial.
Hace un año mi padre hacía la última tortilla de patatas, según él la mejor de Vallekas, y la repartía en bocadillos para la cuadrilla con la que ve el fútbol, de pie, desde la última fila del Fondo. Un año desde la última vez que le pusiste la bufanda a tu hijo, después te pusiste la tuya, y cerrasteis la puerta de casa, dejando atrás una semana de trabajo y espera, y enfilasteis hacia la Albufera y ese estadio en el que tu hijo y la niña que se sienta en el asiento de al lado no quitaban ojo del Fondo mientras tú y sus padres hablabais de aquel delantero que pasó por Vallekas, pero que se fue antes de que acabásemos de disfrutarlo.
Un año desde la última ronda en La Frasca después del partido, y desde el último palmeo al ritmo de los bombos. Un año desde el último partido.
Desde entonces la plantilla del Rayo Vallecano se ha enfrentado a no sé cuántos equipos, el balón habrá rodado docenas de veces, y desde casa habremos sufrido (las más) o disfrutado (las menos) innumerables ataques y contraataques, pero la tortilla no sabe igual, las bufandas siguen colgadas detrás de la puerta, los niños no se han vuelto a ver, el delantero, ese sí, no ha vuelto a Vallekas, en La Frasca es casi imposible coger mesa y los bombos están en algún lado, cogiendo polvo.
Seguro que en el cuarto del estadio, no, por cierto, porque aquello sería colaboración con grupo violento. O eso dicen.
Ese ambiente, esos centenares de personajes moviendo banderas, saltando y cantando que hacen de nuestro estadio algo único en este fútbol, resulta que es peligroso para la seguridad. Vallekas, y los vallekanos y vallekanas, resultan ser, según alguien, que nosotros tampoco sabemos quién, un peligro.
Pero vamos, que ni sabemos quién lo dice, ni sabemos cuándo lo ha dicho, ni sabemos por qué lo dicen. Y lo sabemos de casualidad, porque nuestro club está demasiado ocupado dejando pasar los días y las semanas en el más absoluto silencio e inacción, y nadie ha sido capaz de ponerse en contacto con los aficionados para absolutamente nada. Ni un “aquí os esperamos”, “todo esto sin vosotros no es igual”, “contamos los días para que estas gradas vuelvan a vibrar”. Nada. Ah, sí. El luto.
Hace veinte años la segunda camiseta se teñía de negro, como novedad, en el año en que nuestro equipo iba a llegar lo más lejos que ha llegado nunca: Moscú. Hoy, tras dos décadas, el equipo llega a Soria a duras penas, pero el negro está ahí más presente que nunca. Nuestro club vive encerrado en el luto y el dolor como forma de expresión de la vida, que parece ser que ya no es tal, y que solo queda el esperar. Los manchegos que llegaron a nuestro barrio hace décadas conocerán esta colada.
No hay sitio para la alegría, no hay lugar para la esperanza. Donde tú te emocionas y te desesperas cada fin de semana, allí donde recuerdas a ese abuelo que te llevó por primera vez y que hoy ya no está, luce una lona que tapa cualquier oportunidad que tengamos como institución de mirar hacia el futuro. No hay mayor forma de dejar claro que se han olvidado de los que están que esa aseveración de que no se olvidarán de los que ya no están.
Ha pasado un año, y aquí seguimos, pese a todo, y con la sensación de que contra todo. Hartos, aburridos, cansados y desesperados. La única forma de que se acuerden de nosotros es no estar ya. Eso les gustaría, que no estuviésemos, y que les dejásemos solos, a su antojo y sin molestar. Pero estamos, vaya que si estamos. Hemos sufrido mucho, hemos viajado mucho, hemos animado mucho y hemos pasado por mucho, peleando juntos, durante las últimas décadas, como para que esta última década de luto (porque llevamos una década de negra tristeza, ¿no?) nos vaya a hacer quedarnos en casa.
El Rayo Vallecano es el bocadillo de tortilla, son los niños mirando hacia otro lado, es la eterna espera por un jugador que nos devuelva la alegría, son los bombos y es la última ronda. La de antes del partido y la de antes de irse a casa. El Rayo Vallecano somos nosotros. Lo éramos hace un año y lo somos, más aún, ahora, porque es imposible que esté más claro que ha llegado la hora de guardar el luto en el cajón, recuperar la franja roja, y los colores de guerra, y recuperar y devolver la alegría a La Albufera, a las gradas del estadio y a la semana de todos y todas las rayistas que esperan el partido del sábado.
El Rayo Vallecano es de su gente, y este último año nos ha demostrado que esto no es solo un lema en los murales que decoran las esquinas de nuestro barrio. Es un sentimiento y una idea que tendrá su expresión el día que volvamos a marchar todos juntos hasta el estadio, celebrando la vuelta y todo lo que hemos vivido, peleado y pasado por el camino. Lo bueno y lo malo, porque esto es Vallekas, “y si no te gusta, pues te vas”, que se decía, ¿no?
A nadie le puede quedar duda ya de que lo único que está vivo en este club somos los que llenamos sus gradas, y cuando nosotros faltamos, nada respira bajo el peso de la enorme losa de la tristeza y el abandono. Porque, ¿cómo se puede llamar al hecho de que un año después del último partido en el que metiste tu abono en el torno, aún no hayas recuperado esos cuatro duros que el club te racanea? Luto. Nada más. El mismo luto y tristeza que se ha impuesto durante siglos a las mujeres, asfixiante y paralizador. No se nos ocurre mejor alegoría de lo que es el Rayo de Presa.
El nuestro vive, porque así lo aprendimos de los que hoy ya no están, y porque así se lo vamos a dejar a los que vengan detrás.
VOLVEREMOS. Y VOLVERÁ LA ALEGRÍA.