Leía el otro día en el libro de Alejandro Castellón aquello de que se puede cambiar de trabajo, de casa, de novia, pero nunca se puede cambiar de equipo, y brotaba en mi fuero interno una muesca de desacuerdo total.
Sin embargo, luego pensé que hasta para eso, este Rayo centenario es único y peculiar. Y que no sería yo el único que ha cambiado la camiseta de un club de gigantes dimensiones y sin hueco en sus vitrinas por una franja, por un barrio y por un estilo de vida.
Como buen futbolero, competitivo y pasional en esto del deporte, me entregaba en cuerpo y alma a un equipo de blanco de cuyo nombre no me quiero acordar, hasta que un día el amor de la adolescencia me llevó a pisar Vallecas en un 1-0 al Barça de Van Gaal, con gol de Azkoitia. Fue el año en que comenzó la caída sin frenos que acabó con el Rayo en 2ªB.
Antes, con la vitola de favorito, y con mi presencia habitual en la grada, el Rayo navegaba sin timón por los estadios de 2ª, y comenzaba a mirar más hacia abajo que hacia arriba, hasta que nos plantamos en Salamanca uno cuantos cientos de rayistas, dispuestos a animar hasta el último aliento para que aquel barco no se hundiera. Y allí estaba yo, enganchado sin remedio a un equipo que no me había dado más que disgustos desde que pisé Vallecas, apenas un año antes. Pero enganchado a una hinchada tan fiel como pocas habrá en este bendito deporte.
A estas alturas de película, y sin esfuerzos extraordinarios, me costaba razonar por qué debía mantener la pasión por dos equipos, cuando mi reciente flechazo tenía todo lo que me representaba. Tanto dentro como fuera del campo.
Y llegó el periplo por 2ªB, donde me estrené como abonado, visitando campos de funesto recuerdo para una afición que se quedó en los huesos, pero donde aguantamos los que realmente queríamos estar. Apoyando al equipo en Fuenlabrada, Navalcarnero (con Iriney de portero), el Cerro del Espino, Santo Domingo, llorando frente a la TV la hostia en Irún, sin llegar ni a los play-off con el iluminado de Michel, Eibar y el remate al palo de Diego Torres a portería vacía…
Nunca olvidaré el recibimiento a los jugadores en vestuarios tras mandar a la mierda toda la temporada en Ipurúa. Ese día volví al parque con mis colegas y la bufanda del Rayo colgada al cuello, y mientras ellos se lamentaban y me compadecían yo no dejaba de sonreír y enorgullecerme de lo grandes que éramos. Duele pero sigues, caes y te levantas. Cuando sientes eso por primera vez, como yo hice en Salamanca, te sientes invencible, te das cuenta
que con esa gente y formando parte de esta familia, solo te queda vivir y disfrutar de la franja (y sufrir, por supuesto).
Así, comenzamos a ver la luz al final del túnel en Benidorm, saltando y celebrando el gol de Manolo sobre aquella grada de hormigón sin asientos. Rematamos la faena de Zamora en Vallecas, nos bañamos en la fuente (esto se podía hacer antes jóvenes rayistas), nos abrazamos a Michel I de Vallecas, que había venido de un primera a 2ªB para sacarnos del pozo y fuimos felices unos cuantos años más.
Y aunque podría acabar aquí mi cuento de hadas, y no quisiera enrollarme repasando
temporadas y acontecimientos que todos/as conocemos, todo relato tiene también sus
sombras.
Una fiesta celebrada en mi honor y de la que uno no puede escaparse me impidió disfrutar en Vallecas del Tamudazo. Algún iluso pensó que era buena fecha aquel fin de semana. Y más, teniendo 40 puntos a seis jornadas del final, pero ese iluso, claramente, no era del Rayo. Pinganillo, gritos, llantos y tarde, pero al menos llegue a la fuente a celebrar.
La vida siguió, pero esta vez ni la franja pudo sujetar los cimientos de una casa en ruinas que llevó a un servidor al exilio. Ya sabéis que es más fácil echar al entrenador que a toda la plantilla. El bochorno de Anoeta y el descenso desde la frialdad de seguir al Rayo en Vallecas por la TV.
Otro año en la nevera, mientras recobraba las fuerzas y el valor para decidirme a volver a Vallecas y sentarme en soledad, en otra grada, fuera de mi área de confort. Pero echaba demasiado de menos al Rayo, a esa franja que hacía más de una década que me había contagiado por completo, y que al fin y al cabo pertenece a toda a esa gente que lo da todo por ella.
Y volví solo, pero por poco tiempo. Porque Vallecas es así de maravillosa. Allí me esperaba, sin conocerme, un fantástico argentino de River que no tuvo dudas al llegar a Madrid de que este era su equipo. Con Gus celebré el ascenso con Michel de nuevo al rescate, esta vez como míster, y creímos con fe ciega en la remontada en Girona con Iraola.
A su lado, una banda de locos borrachines que me acogieron en su seno y sin los que no concibo mi vida en Vallecas. Nano, Marcos, Cali, Paco, Javi, Gerardo, Esteban o el Rosco, entre otros. Mi nueva familia de acogida vallecana.
Cosas de la vida, ahora vivo en Puente, paseo y mamo las calles de este extraordinario barrio cada día, y mi acompañante de vida aguanta con tesón mis cabreos y chapas rayistas (ahora la tengo más tranquila desde que descubrí el Testarado en Twitter), y sé que nunca abandonaré a mi equipo, como Vallecas nunca me abandonó a mí.
Feliz centenario rayistas.
Texto: Iñaki Molinos