Es como cuando el míster te dice: «La temporada será larga. Mejor este partido descansas». Puede que su intención sea buena, que lo es. Y puede que hasta sea lo mejor para ti, que también. Pero son palabras que a un periodista joven le suenan como a un chaval de la cantera recién llegado a Primera: a cuerno quemado.
En aquel verano de 2000 yo hubiera regalado mis vacaciones por no perderme el estreno del Rayo en Europa. Aquel sí que era un acontecimiento planetario. Creo que sólo Cota había cantado alguna vez con convicción aquello de el año que viene Rayo-Liverpul. Y tuvo que ser al final de su carrera cuando los astros del fútbol se alinearon para que fuera posible.
Eso y que el Rayo casi no diera ni una patada la Liga anterior y la UEFA lo premiara por juego limpio. Algo que con Alcázar, Amaya y compañía en el equipo tenía su mérito.El caso es que aquel primer mes de agosto de siglo yo estaba en casa. Me sentía fuera de lugar porque mis colegas de plumilla y grabadora estaban en Andorra. Aquel año los enviados especiales del Rayo éramos como un clan de nómadas, siempre montando y desmontando la barraca detrás de la franja. Había algo de familiar y festivo cada vez que conquistábamos algún lugar.
Sabíamos que aquello era irrepetible y, además, aún no había signos de la estupidez que luego nos ha mostrado con toda su crudeza el fútbol moderno. Por aquellos días, lo normal era tomarse una caña después del entrenamiento con el mediocentro titular, la nueva promesa o el preparador físico del equipo.
Ni los futbolistas eran marcianos ni los periodistas enemigos. Y eso hacía que la identificación con el escudo creciera. De alguna forma nos sentíamos parte de la hazaña. Nosotros no marcábamos goles, pero los cantábamos. Vibrábamos con una pared bien dibujada y nos dolía una patada mal tirada y a destiempo.
La tarde en que Europa conoció al Rayo hacía calor. En Andorra no sé. En Madrid seguro, porque recuerdo cada pliegue de la ropa adherirse a mi piel hasta formar una segunda epidermis mientras me afanaba en deshacerme de una pila ingobernable de papeles y recortes que llevaba media vida durmiendo en un rincón de casa, esperando a que yo no tuviera cosa mejor que hacer, o algo que mantuviera mi cabeza entretenida esperando a que el reloj se detuviera en algún momento crucial.
Esa hora llegó a media tarde. Según vi luego por la tele, el campo del Costelació tenía unas vistas de los Pirineos que quitaban el hipo pero no había alumbrado artificial. La voz de Carlos Rodríguez puso fin a mi arrebato iconoclasta.El Rayo salió con Keller, Alcázar, De Quintana, Quevedo, Mingo, Glaucio, Poschi, Míchel, Cembranos, Bolic y Bolo. Luego tuvieron su rato de gloria Cota, Iván Iglesias y Pablo Sanz.
La radio esparcía por mi habitación el aliento de 300 vallecanos que sonaban y abultaban más que los otros 500 hinchas locales.Al descanso, el portero del Principado ya había ido media docena de veces a husmear entre sus redes. La cosa acabó 0-10 por no hacer más sangre. Fue la mayor goleada de un debutante en una fase de grupos de la UEFA. En Vallecas a los andorranos les cayeron otros seis. Nunca nadie en Europa se ha dado un festival así.
La que no pude contar fue la mayor goleada jamás contada.
– Todos los héroes de la hazaña están felizmente retirados.
– La Constelació Esportiva de Andorra fue expulsada de su Liga por no querer repartir los premios de la UEFA, algo que nunca se demostró. Luego desapareció.
– Carlos Rodríguez sigue siendo, quizá, el mejor narrador de España.
Rodrigo de Pablo