La pradera de La Vallecana

La pradera de La Vallecana

El Rayo se impuso al RCD Mallorca (1-0) en los cuartos de final de Copa del Rey y convirtió Vallecas en una fiesta para pasar, cuarenta años después, a semifinales.

Vallecas se puso castiza. El Mallorca le propuso un ‘agarrao’ y el Rayo se abrazó al baile más castizo que conocía: el chotis. De esta forma, el estadio vallecano se convirtió en el equivalente vallecano de la pradera de San Isidro. Podríamos denominarlo como “la pradera de la Virgen del Carmen” o, por simplificar, “la pradera de La Vallecana”.

El Mallorca de Luis García Plaza se plantó en la eliminatoria como la pareja de baile de un conjunto franjirrojo que partía como favorito por varios motivos: clasificación en LaLiga, juego desplegado durante toda la temporada y, evidentemente, factor campo. Sin embargo, los bermellones comenzaron proponiendo una presión alta que impedía a los locales –quizás más pendientes sobre el césped de la nueva “genialidad” del inventor que se sienta en el palco– progresar en ataque. Todo cambió cuando nuestro genio del fútbol mundial (se puede leer con la voz del narrador Víctor Hugo Morales) comprendió la emboscada. Óscar Trejo retrasó su posición de partido y, por fin, consiguió darse la vuelta en la baldosa en la que le obligaba a jugar la medular mallorquinista. En ese momento, el signo del partido cambió, el Rayo conectó todas sus líneas –como si de un Conecta 4 se tratase– y el centro del campo pudo empezar a distribuir el balón hacia adelante y no en horizontal como había tenido que hacer hasta el momento.

Con ese giro de chotis, en una baldosa, Trejo se erigió como el santo vallecano. El elemento a celebrar, el que dispone de todas las imágenes venerables, el que se guarda la potestad de reescribir el relato. El santo, en definitiva, sin el que no existiría la fiesta celebrada en la pradera. Precisamente, de una de sus distribuciones llegó el penalti que supuso el gol. El capitán consiguió robar el balón en la zona medular del Mallorca y lo mandó a la banda, donde corría Álvaro García. El utrerano fue a la fiesta vallecana lo que el elemento icónico a la celebración chulapa. El chulo que castiga. Su recorte fue exquisito y, en el sorteo, Franco Russo solo pudo derribarlo en el intento de escapada. Chocota lo convirtió, como los convierte todo, de la misma forma que sería capaz de convertir el agua en vino y, después, besar con pasión el escudo rayista.

El baile había comenzado y Andoni Iraola lo miraba desde fuera, satisfecho, emitiendo ligeras correcciones, como el profesor de academia que observa a sus alumnos con la consciencia de que aquello, en cierto modo, lo ha modelado con sus manos. El chotis que se estaba bailando en Vallecas llevaba su apellido. Siguiendo con el símil festivo, en la medular se encontraba el elemento primordial y necesario para la celebración. Nunca nadie se fija en el organillo, pero sin no estuviese allí la fiesta no existiría. Óscar Valentín actuó como esa pieza insustituible como lo ha hecho en tantas y tantas ocasiones desde la llegada de Iraola al banquillo franjirrojo. La mejor muestra de su incalculable valor sobre el verde es que hay dos Rayos: uno cuando no está él, más frágil y doblegable, y otro cuando sí comparece, férreo, sólido e impermeable.

Mirando hacia las bandas, uno se podía encontrar con el barquillero. Tal vez no sea imprescindible en la pradera, pero cuánta alegría otorga cuando aparece. Iván Balliu subía la banda y, constantemente, ponía balones y centros peligrosos al área. De sus botas nacieron las oportunidades más peligrosas que tuvo el Rayo para haber remachado antes la eliminatoria. El hispano-albanés se asoció a la perfección con la línea medular y con la punta de lanza franjirroja y se dibujó a sí mismo como un líbero incontrolable para la zaga rival. Su pase a Nteka en los últimos minutos, cuando este disparó al palo, fue una delicia.

No acababa ahí la fiesta. Dimitrievski, Catena y un Mario Suárez fuera de posición eran esos tipos duros que no bailan, pero saborean la fiesta dejando caer algunas sonrisas de complicidad con los participantes. Los guardianes de la pradera sumaron a un inesperado invitado. Kevin Rodrigues, mejor en el balance atacante que defensivo, consiguió el equilibrio entre las dos acciones y, pese a los pocos minutos que está disputando, completó un partido muy serio y sobrio. Un poquito más arriba estaba Santi Comesaña, el Isiah Thomas de Coruxo. El gallego intentó endurecer su presencia de asesino con cara de niño con un peculiar mostacho. Sin embargo, esta vez, mostró el rostro de ese psicópata que aniquila la sala de máquinas enemiga con una imborrable y pícara sonrisa de alevín. Esta vez sí mostro su versión más milimétrica y heredera de Trashorras sobre el pasto. Algo similar le ocurre a Isi Palazón, que, con su aspecto, se asemeja al típico niño que corre y corre y corre cansando a propios y extraños hasta conseguir contagiar a sus congéneres y poner a todos los niños a correr. Su despliegue físico es un escándalo y verlo ganar, pese a su estatura, ráfagas enteras de balones aéreos es la mejor muestra de su compromiso. A Santi e Isi los sustituyeron Unai López y Pathé Ciss, que ocuparon su posición habitual y se desenvolvieron como esos recién llegados que, no obstante, se adaptan, bailan, beben y son partícipes del ambiente festivo de la pradera. Esos que, con desconfianza, prueban el bocata de entresijos y, con gusto, regresan un par de veces al puesto para repetir. El vasquito, siempre delicioso desde el apartado técnico, intentó sumar rotundidad con un par de disparos que amenazaron tímidamente a Sergio Rico, mientras que el senegalés prefirió filtrar varios balones a la frontal del área que estuvieron cerca de cristalizar en ocasiones claras de gol. El que sí la tuvo clarísima fue Sergi Guardiola, que rozó el gol con un cabezazo a pase, de nuevo, de Iván Balliu. El delantero ha encajado como un engranaje perfecto en el sistema de Iraola porque, además de gol, aporta garra, lucha y sacrificio constante por los suyos. En la fiesta de la verbena sería ese tipo que está por ahí y, a la mínima amenaza de peligro, sale en defensa de los suyos. La forma en la que se encaró con un par de rivales en dos lances del juego es la mejor definición de su temperamento y ascendencia para con el resto. El cuchillo entre los dientes y a morir por los suyos.

Para cuando el baile parecía que empezaba a decaer y los espacios entre grupos eran más amplios, Andoni Iraola puso en juego a los agitadores. Nteka, Bebé y el recién llegado Sylla, los niños que incitan al resto a la travesura. Los hijos de la anarquía. Bebé, el cabecilla, Nteka, el seguidor, y Sylla, el recién llegado que acepta de buen grado la dulce introducción al caos. Una maravilla verlos correr a los espacios, driblar al guardameta para estar a punto de sentenciar la noche, rematar con todo al poste y poner balones a la espalda de la defensa para terminar entonando entre dientes La vida pirata tras disfrutar de los últimos minutos del baile.

Se quejaba Luis García Plaza del tiempo añadido, a pesar de que se jugaron nueve sobre el noventa. Quizás, embaucado por la maquinaria de su rival Iraola, se había quedado embelesado con la eficiencia alemana con la que todo se movía. No fue un partido brillante del Rayo, es cierto; sin embargo, el conjunto de Vallecas fue una calculadora, fría, certera, mecánica y perfectamente consciente del resultado de sus operaciones. Un gusto. Parafraseando a uno de los literatos más del pueblo, Ernest Hemingway, Vallecas era una fiesta. Una que, nueva modificación del calendario, se festeja cada par de décadas. Una en la que el césped de Payaso Fofó se viste de chulapo, se acastiza, baila un chotis en su  pequeña baldosa y muta su nombre en el de pradera de la Virgen del Carmen, más conocida, tal vez, como la pradera de La Vallecana.