Cuando un futbolero piense en El Molinón, muy probablemente lo primero que se le venga a la mente sea algún gol de Enrique Castro, “Quini”, la imagen de Manolo Preciado o alguna jugada de los míticos Rashidi Yekini o Ígor Lediakhov. Es lógico, a mí también se me vienen al recuerdo. Sin embargo, cuando pienso en el estadio del Sporting, inmediatamente después tengo en la cabeza la imagen de un recorte de periódico. La crónica de una dolosa derrota del Rayo.
Temporada 95/96, jornada 34, jornada 34, domingo, 31 de marzo de 1996. 3 goles a 1 frente a los locales, que acabarían dos puntos por encima del Rayo en la tabla y se salvarían de la hoguera sobre la bocina. Lo recuerdo como si fuera ayer, y no por el partido, ni el resultado. Ni siquiera por los autores de los goles o los minutos en los que llegaron. Nada de eso tiene espacio en mi mente. Si recuerdo aquel recorte del AS (la crónica es del lunes, 1 de abril) es porque en la imagen aparece mi abuelo en la grada.
Se había marchado en un viaje con las peñas para animar al Rayo, que se jugaba en Gijón media permanencia. Posteriormente, a la franja le quedaba jugar contra Sevilla, Espanyol, Celta de Vigo, Deportivo de la Coruña, Real Valladolid, Mérida, Zaragoza y concluir la temporada contra el Athletic en San Mamés. El Rayo solo consiguió ganar al Mérida en el Estadio Romano y al Zaragoza en Vallekas y acabó salvando la categoría en la inolvidable promoción frente al Mallorca y ese estratosférico gol de Onésimo.
Allí está mi abuelo, en la grada, inmortal en una imagen en blanco y negro, cerca de la bandera de la Peña Rayista Los Matrimonios y rodeado de cientos de rayistas que habían ido a acompañar al equipo en su derrota. Se le ve de soslayo, justo debajo de una bandera franjirroja, con su mirada tímida y, sorprendentemente, sin su inseparable boina, que vio más fútbol que muchos de los eruditos analistas que anestesian la parrilla televisiva como insoportables gurús. En el césped se disputa el partido: el Rayo, con su indumentaria roja y franja blanca, marcada por la publicidad de Estepona que manchó la equipación durante alguna temporada; el Sporting, aún con su clásico pantalón blanco. Pero no es al partido a lo que atiende el titular. El resultado, los goleadores, el encuentro, en general, pasan a un segundo plano en aquella contracrónica de lo sucedido en Gijón. “Indignación rayista por el trato recibido en El Molinón”, reza la negrita. Y eso es lo que yo recuerdo. A mis treinta y un años aún conservo la imagen (más bien la voz) de mi padre contando cómo a mi abuelo casi le agreden unos aficionados del equipo rival y tuvieron que sacarlos de El Molinón con protección policial. Probablemente ese día ni siquiera sabría que mi equipo jugaba contra el Sporting de Gijón. Cuando uno es pequeño, el rival pasa a ser lo de menos.
Me acuerdo, en cambio, de cómo tras ese partido me llené de inquina hacia un equipo que, días antes, sabía que existía por los teletextos, los tablones de resultados del periódico y poco más. El odio irracional de un niño de ocho años que siente una amenaza que no existe más allá del hecho puntual. ¿Quién no le coge tirria a un equipo y una ciudad en la que casi pegan a su inocente abuelo? Así las cosas, crecí futbolísticamente con una especie de odio visceral hacia un conjunto que apenas se enfrentaba al mío. Porque, en las últimas décadas, Gijón y Vallecas tampoco han cruzado sus caminos en excesivas ocasiones. Desde el 1997 no se habían vuelto a cruzar en sus calendarios hasta 2012, cuando volvieron a coincidir en Primera División. No es, por lo tanto, una de esas rivalidades edificadas a base de duelos y desplantes. Ni, desde luego, uno de esos equipos de los que uno registre recuerdos y recuerdos. Las memorias que acumulo sobre el Sporting tienen más que ver con equipos rivales que con el Rayo.
Años después de aquel episodio de encarnizada antipatía, conocí un par de grandes aficionados del Sporting. El primero era un compañero de la Facultad de Ciencias de la Información, natural de Toledo (?), con el que me pasé años esperando un cruce entre nuestros equipos para que la excusa de las previas nos hiciesen pasar dos grandes tardes. Pero, mientras nos bebíamos la carrera en la cafetería, nos tocó vivir aquellas temporadas en las que rojiblancos y franjirrojos parecían evitarse con ascensos y descensos intercalados que los hacían no coincidir jamás en la misma categoría. Cuando llegó el día, ya nos habíamos perdido la pista. El otro de mis amigos sportinguistas es el escritor Miguel Barrero, con el que alguna vez he compartido vagos comentarios futboleros, pero sin que el balompié ocupe nunca el foco de nuestras conversaciones. Supongo que este fin de semana ambos estarán pendientes de lo que haga su Sporting, si no desde la grada, al menos desde el lugar que los mantenga ocupados.
Muchas veces me gusta pensar que, de la misma forma que me ocurre a mí con ellos, la gente que me he ido cruzando se acuerda de mí cuando sus equipos se enfrentan al Rayo. Porque, a fin de cuentas, el fútbol es eso. La bella excusa. Un juego de geografías que nos deja personas con las que compartir una barra de bar, una bufanda y unas cervezas. Personas a las que escribir cuando nuestro equipo se enfrenta al suyo o cuando el suyo aparece en el telediario. Como si no hubiese pasado el tiempo, como si todo siguiese igual. Como si aún fuésemos los mismos que éramos entonces.