La tribu que extinguió el frío

03/12/2014
La tribu que extinguió el frío

En la histórica UEFA de 2001, el Rayo sobrevivió al frío de Moscú y después remató al Lokomotiv en Vallecas.

A veces, un equipo de fútbol tiene algo de tribu. Necesita su tótem, sus jefes y sus liturgias para sobrevivir. Y aquella noche en Moscú el Rayo lo hizo. El balón ni lo vio, ni falta que le hacía, pero se conjuró para resistir, que era de lo que se trataba. El juego a diecisiete grados bajo cero es una promesa que hay que aplazar. Las gambetas son lo de menos cuando los pulmones inhalan hielo y devuelven vapor.

La cosa pintaba tan mal al descanso que entre los utilleros y cuatro veteranos con alma de boy scouts armaron una fogata en el vestuario prendiendo algodones impregnados de alcohol. Alrededor del fuego sagrado y con los dientes castañeando de frío, veintitantos tipos se calentaron las palmas de las manos mientras se miraban incrédulos pero seguros de que saldrían adelante.

Fue una noche de otra época, de pura épica, como cuando Fausto Coppi coronaba el Paso di Gavia con nieve hasta las rodillas. Y en esas, el Eurorayo también salió airoso.

Cuando el bombo de la UEFA decidió que había que visitar al Lokomotiv en la última semana de noviembre, la mosca empezó a rondar detrás de la oreja de los vallecanos. Alguien de la UEFA llegó a proponer jugar en Georgia, dos mil kilómetros más al sur pero en pleno conflicto con Moscú, así que si la solución para regatear al invierno pasaba por jugar en la boca del lobo era mejor hacerlo en la capital rusa. Y así lo hizo el Rayo.

Era una época en la que Rusia era otra cosa. Era un país de miradas tristes y escaparates vacíos. La mañana del partido, la tribu cumplió con el ritual de visitar la Plaza Roja. Era difícil reconocer a alguien bajo cien capas de ropa térmica, pero fue fácil percatarse de que no estaban todos. Glaucio, aquel filigranero que sambaba pegado a la cal, desertó. Você está louco? Eu não vou sair daqui. Eu vou para o estádio depois de obrigação, me dijo luego bajo un gorro de lana en la recepción del hotel.

Motivos tenía el paulista para recelar. El Lokomotiv jugaba en la casa del Dinamo porque la suya estaba en obras, y al Dinamo Stadion sólo le faltaba un desfile militar para parecer sacado de la guerra fría. Era como una Romareda pero a lo soviet: vetusto, rancio y anacrónico. Y, sobre todo, frío. La hierba era sólo un anhelo. Y la zona de prensa sencillamente no existía. Planté el RDSI en la grada y pedí una botella de agua que antes del primer trago ya estaba congelada. A mi derecha había un militar con ushanka en la cabeza y un kalashnikov en las manos. Abajo, hora y media de desconcertante patinaje sobre hielo con balón. Y yo, que si Sennikov por aquí y que si Maminov por allá. Creo que esos dos la estuvieron tocando todo el partido o, al menos, era a los únicos que yo veía porque mi cerebro también había sucumbido a la noche glacial y la mandíbula, atascada por el frío, no estaba para Nizhegorodoves ni Cherevchenkos.

El Rayo, o el Рей, como reflejaba el marcador en cirílico, arrancó un empate a cero. Eso sí que era traer a Vallecas el oro de Moscú. Quedaba la vuelta y sobre el verde no había color. Después de salir con vida de aquel stalingrado perder ya no era una opción.

Bolic marcó  a la hora de partido pero lo mejor estaba por llegar. Sólo un rato después el bosnio se dejó caer por la izquierda, freno en seco, levantó la cabeza y esperó a que llegara una centella que volaba al segundo palo. Gol. Dos a cero. La apoteosis.

¿Quién era aquel cohete que había atravesado la noche de área a área para meter al Rayo en octavos de final? Nadie lo habría sospechado. Era Ángel Alcázar, el Bota de Oro del rayismo, un currela con mayúsculas que había esperado media vida en su costado para marcar un gol para la Historia. Y claro, Alcázar lo celebró como el que no tiene costumbre, o como el que necesita saciar en un instante toda su hambre atrasada. Se levantó embarrado, corrió hacia el lateral de la Albufera, luego hacia la tribuna, y se quiso levantar la camiseta mientras se besaba el escudo y se deslizaba de rodillas, todo a la vez. Pocas veces alguien se ha trabajado tanto un éxtasis tan merecido.

El estadio vibró con tanta energía el gol de su tótem y con tanta fuerza invocó a sus espíritus que se fue la luz. Fueron veinte minutos gloriosos de apagón en los que un gritó irrumpió en la noche desde Santa Eugenia a Entrevías: «La ronda que viene, Rayo-Liverpul».

Rodrigo de Pablo

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