Copa de la Uefa 2000/2001. Después de ganar 4-1 al Girondins en Vallecas, el Rayo viajó a Burdeos a sentenciar la eliminatoria.
Admito que no estuvo bien pero, ¿qué iba a hacer? Aquel cabrón me estaba tangando y yo no tenía muchas opciones de hacérselo pagar.
Siempre fui un tipo metódico. A veces obsesivamente metódico. Aún me pasa. Me sigue gustando llegar pronto a los estadios. Y más si el partido tiene su miga. Por eso aquella tarde me pareció que el autobús de la prensa salía demasiado tarde del hotel, y opté por adelantarme y tomar un taxi antes. “En Juego” empezaba pronto, y en lo que llegaba, me acreditaba y montaba la línea iba a tener para un rato.
No sé por qué en Burdeos casi todos los taxis eran Mercedes, y el mío no fue una excepción. Bon Jour, al Chaban-Delmas, se il vous plaît. El taxista debía de estar aún jodido por el 4-1 de la ida, o me vio cara de primo, porque fue poner el motor en marcha y empezar a darme vueltas por los arrabales de la ciudad. Después de un rato vislumbré las torretas de iluminación del estadio, pero nunca nos acercábamos a ellas. Primero aparecían a mi derecha, sobre las copas de unos álamos; luego, de frente, entre algunos bloques de anodinos apartamentos de hormigón; y más tarde, detrás, al otro lado del río. Y nunca llegábamos. Le intenté hacer saber que el lugar más corto entre dos puntos era la línea recta, pero nada. Era cristalino. Ese capullo se estaba pagando la hipoteca con mi carrera, así que tras hacer un rápido estudio de viabilidad de todas las venganzas a mi alcance, desenfundé mi bic azul y procedí a decorar la impecable tapicería blanca de cuero de su Mercedes. Con cada giro al lugar equivocado se la adornaba discretamente con algún trazo grueso de esos que luego te lleva un rato borrar.
La carrera me salió por un pico, pero no sé si le compensó. Ni a mí. No me siento orgulloso de aquello, pero es lo que hay. Yo era más joven y estaba loco por contarle a Madrid cómo el Rayo estaba a punto de hacerle doblar la rodilla a otro gigante.
Aquel Girondins era como el PSG de ahora. Iba líder de la Ligue 1, y tenía en sus filas a Dugarry y Pauleta. En Vallecas plantaron cara, dieron tres palos, pero el Rayo les vacunó con cuatro chicharros.
Cuenta la leyenda que en las noches de cada 15 de febrero, si te cuelas en el estadio sin que nadie te vea, aún puedes oír la vibración de la zancadas de Poschner corriendo de área a área, y la voz desgarrada de Ramón de Quintana cantando gol como se cantan los goles que abren una remontada. Dicen que si te fijas, se te puede aparecer el espíritu de Quevedo y que sentirás el aguijoneo incesante de Bolic. Y que si agarras un balón y le pegas al arco de la calle Payaso Fofó, la clavas en la red como lo hizo Míchel. Y, por supuesto, que si te sientas en la grada, la sentirás temblar, y no podrás evitar levantarte para ondear tu bufanda, aunque pases frío. Los estadios tienen memoria y hablan si se les escucha.
El caso es que el Rayo llegaba con el trabajo medio hecho a Burdeos y olía a encerrona. De un lado, treinta mil hinchas bordeleses. Del otro, quinientos valientes que pocas veces en su vida habrán amortizado tan bien 1.400 kilómetros de vigilia en la carretera. Los astros estaban de su lado. Al poco de empezar Quevedo se inventó un espacio para que Bolo corriera. Rame abandonó el arco. O pasa Bolo o pasa el balón, debió de pensar. Pasó el balón. Bolo cayó de bruces un metro fuera del área. Penalti, expulsión y gol de Luis Cembranos, que se estrenaba en Europa. Luego Mingo le puso emoción a la cosa marcando en plancha en la portería equivocada, pero enseguida Roche, aquel central que pasó por el Valencia, pateó al aire y se la puso botando a Bolo, que no tembló para cerrar la cuenta. Otro gigante a la lona.
En el hall del hotel había una tele que repetía los goles cada poco. Jugadores y periodistas andábamos juntos, desparramados por los sillones. El Rayo estaba en cuartos pero nadie descorchó el champán. Ganar ya parecía la consecuencia lógica de una temporada impecable. Bolo estaba a mi lado, y miraba de reojo su gol como si lo hubiera marcado en su jardín: con recato, sin agrandarse, como si el tanto que le hiciera perder el control aún estuviera por llegar.
Esperaba el Inter en octavos. Estábamos seguros de que el Alavés no le ganaba a domicilio al equipo de Zanetti, Seedorf y Vieri ni de coña. Nos apetecía conocer San Siro. El Liverpool y el Barça iban por el otro lado del cuadro, y Milán era la escala perfecta antes de la gloria.
En el ascensor nos enteramos de que había marcado Jordi Cruyff…
Rodrigo de Pablo