Un hat-trick de Raúl de Tomás (y van tres) sirvió al Rayo para doblegar al Reus (3-2) y colocarse, siete años después, como líder de Segunda. Vallekas sigue soñando despierta.
Hay veces en las que un simple gesto cambia toda una historia. Y cuando todo parece cerrado, hermético, lánguido, alguien grita y despierta a la parroquia. O aparece un asesino. Cualquiera podría pensar que el motor de cambio del partido entre el Rayo y el Reus fue Raúl de Tomás. Y sería imposible rebatirlo. Sin embargo, a veces esos gestos son más pequeños que un gol. Y que dos. Incluso que un hat-trick. Porque nadie se suele fijar nunca en lo que ocurre en el momento previo al terremoto. En el desmarque que rompe toda la línea para dejar en bandeja la gloria. Nadie excepto el vasquito Unai López, que entró por la trastienda para robar las chucherías mientras los guardianes custodiaban el portón.
Había estado seco el partido. Como apático. El Rayo se había presentado con su once habitual. Puntual y según lo previsto. También según lo acordado, o eso parecía, comenzó dominando más el balón. El Reus se dejaba rondar, pero apartaba siempre la mano de los franjirrojos. La distancia de seguridad permanecía intacta. Los reusenses trataban de salir hacia los costados. Buscaban sobre todo a Yoda, ese gigantón con nombre de personaje pequeño. El extremo desplegaba una carrera elegante y una conducción con la que ataba el balón al empeine mediante un hilo invisible. Pero al llegar a los tres cuartos de campo, todo era niebla. Así, la primera media hora solo dejó un par de controles delicatesen de Unai López, que manejaba el compás del encuentro a su antojo, pero sin percutir ni hacer demasiado ruido.
Pero todo empezó a cambiar cuando pasaba un minuto de la media hora. Raúl de Tomás recogió un pase mal medido de la defensa catalana en tres cuartos de campo. Y lo que para Yoda había sido todo nubes, para él fue una llanura sin obstáculos. La Ruta 66. No se puso nervioso el ariete, que batió por bajo a Edgar Badía, que llevaba cinco jornadas sin encajar. Lejos de dar tranquilidad a los locales, el gol espoleó al Reus. No tardarían mucho en equilibrar la balanza. Lekic remató en el área en medio de un mar de piernas. Su disparo lo sacó Alberto con una gran intervención, pero lo que tiene que entrar, entra. A puerta vacía, con tranquilidad tras el rechace del arquero, de la misma forma que iba a morir más tarde, anotó el gol del empate el conjunto de López Garai en las botas de Jesús Olmo.
Doble tanto en un minuto y vuelta a empezar. No hubo más en los siguientes minutos. Daba la impresión de que el descanso iba a ser solo una prolongación del armisticio, pero, cuando merodea un tiburón, no hay nadie a salvo. El delantero de origen dominicano recibió una falta y, como el depredador que huele sangre, la preparó, colocó el balón, dio los pasos correspondientes, y la metió. Así de fácil y así de complicado a una misma vez. La parábola sobrepasó la barrera de forma casi plana y se coló pegada al poste de Badía, que logró rozar el balón sin éxito. En mitad de la celebración llegó el descanso. El Rayo había roto la tregua en el momento clave.
Movió su pizarra tras el descanso el míster de los visitantes, que introdujo a Campins en el lateral de Álex Menéndez y buscó más agresividad en el robo y mayor recorrido para Miramón, que pasó a ocupar el flanco izquierdo. Con esa nueva cara, el Reus consiguió incomodar mucho más la circulación de los franjirrojos. Tanto que le robó por completo el control del encuentro. También ayudó la bajada de tensión que sufrió el conjunto de Míchel en los primeros minutos de la segunda mitad. El hambre y las ganas de comer. En esas andaba el partido cuando el propio Miramón galopó, corrió, regateó, se perfiló y disparó. Todo ello sin apenas oposición defensiva. Y, claro, marcó. Un golazo seco que cayó por la escuadra y por la espalda de la parroquia vallecana como un jarro de agua fría. No menos doloroso por previsible.
Con el partido otra vez en tablas, Míchel quiso introducir nuevas variantes. No se sabe si por fatiga, molestia u otra razón, el 8 sacó del terreno de juego al mariscal de su ejército, Fran Beltrán, para dar entrada a Bebé. Antes había retirado a Comesaña, que parece no terminar de encontrarse, y en su lugar había entrado Gorka Elustondo, el recambio natural del jefecito. El resultado no fue, seguro, lo que buscaba en un primer momento el entrenador: el equipo rayista terminó de perder el orden y el poco control sobre el partido que le quedaba en sus bolsillos y el Reus sacó pecho.
Pudo ponerse por delante en el marcador el conjunto tarraconense, pero ni Juan Domínguez ni Lekic lo consiguieron. Sus dos voleas en el área se marcharon lamiendo el larguero en sendos intentos. Del Rayo, entonces, ni rastro. El conjunto franjirrojo estaba completando una de sus peores segundas partes de los últimos meses cuando, de pronto, llegó ese pequeño gesto. Había avisado Abdoulaye Ba en la jugada anterior, pero su cabezazo a las mallas fue invalidado por offside de Álex Moreno. El empate parecía en ese momento el mayor botín que iban a sacar ambos contendientes. Pero no estaba de acuerdo Unai López. Más solo que nunca en la circulación de balón, abandonó su trinchera para hacer una incursión en la zona de mediapunta. Sigiloso, nocturno, alevoso, incluso, se coló entre líneas y lanzó un disparo raso y cruzado que buscaba la cepa del palo. Una granada envenenada a la retaguardia enemiga que consiguió repeler Edgar Badía con una gran intervención. Pero no habrá paz siempre que merodee un ejecutor. El cuerpo a cuerpo, el francotirador, el asesino en serie. La última bala en la recámara de un Rayo que tiene el aura de campeón. Cuando el arquero visitante despejó ese balón, Raúl de Tomás ya sabía que para dinamitar el marcador (y la grada, y la Segunda División…) solo tenía que pulsar el botón rojo. Y no hubo más que hablar.
Texto: Jesús Villaverde Sánchez
Imagen destacada: Iván Díaz