Un hilo rojo

29/01/2019
Un hilo rojo

El Rayo anula la imbatibilidad del Alavés en Mendizorrotza (0-1) en un duelo que volvió a desequilibrar Raúl de Tomás. Los de Vallecas escapan del descenso por primera vez.

Jesús Villaverde Sánchez

La primera norma del periodismo académico establece que nunca se debe hablar sobre uno mismo. Nunca debes usar la primera persona. Pero las normas están hechas para saltárselas. Como las fronteras y la corrección política. Y a mí, que llevo años en proceso de ser un mal periodista, se me había roto una camiseta del Rayo horas antes del inicio del duelo en Mendizorrotza. Un pequeño enganchón sin importancia, pero uno nunca sabe cómo tomarse una contingencia así. Parecerá una tontería, pero al ver ese pequeño hilo rojo que se separaba de su colectivo, a la altura del abdomen, intuí una señal y tuve claro que el Rayo saldría derrotado en su partido contra el Alavés. Esos pequeños desórdenes que acumulamos por el fútbol. Pura superstición, pero ese enganchón absurdo fue como una puñalada prematura a mis esperanzas.

Por si fuera poco, cuando dieron las nueve llovía intensamente bajo el cielo de Gasteiz, y la lluvia nos ablanda la memoria. La mala, generalmente; esa que, con los años, ya abandona el dolor y abre paso a la melancolía. Mendizorrotza recibía al Rayo como se recibe a un viejo conocido a deshora. La protesta de la afición alavesista hizo que el estadio no se llenase en los primeros cinco minutos, tiempo que pudo aprovechar Álex Moreno para asestar un golpe al marcador. Su disparo, tras un magnífico envío en profundidad de Amat repelido por un defensor, se estrelló contra los pies de Pachecho, que salvó al Alavés cuando el crono todavía marca esos segundos en los que ni los narradores se han desperezado. Parecía dispuesto a imponer su cánon un Rayo que venía disparado en enero, pero fue aparecer la hinchada y el equipo local se encendió.

Un remate mordido de Calleri, que se estrelló contra Ba, culminó la primera internada de Wakaso por la banda izquierda. El argentino volvió a probar suerte en dos ocasiones consecutivas: otro testarazo desde el punto de penalti que se marchó por encima del larguero y una volea a la media vuelta que no cogió portería. El Alavés empezaba a buscar con ahínco las cosquillas a su rival, que respondía tímidamente con un ataque desde la banda izquierda que Advíncula voleó muy por encima de Pacheco. Tras el primer cuarto de hora, de total dominio local, los contendientes empezaron a medirse desde la cautela. El partido ganó en centrocampismo y Alavés y Rayo se repartían la posesión del balón y, por tanto, el control sobre las parcelas. A punto de la media hora, los vallecanos gozaron de una doble ocasión con la que cerrarían su aportación ofensiva previa al descanso. Trejo recibió un balón en el área y, tras abandonarse al sueño entre la promesa de laureles, consiguió ceder un remate franco a Imbula, que lo estrelló contra el defensa en un disparo para olvidar. Una vuelta de segundero más tarde, Embarba disparó un rechace, pero su pólvora, mojada por el diluvio, repelió el balón al anfiteatro vitoriano. La última ocasión de la primera mitad fue la más clara. Y fue para el conjunto de Abelardo. Jordi Amat falló ruidosamente en la salida del balón y éste le cayó en los pies a Burgui. El delantero, en posición idónea para hacer rugir a su hinchada, lo reventó contra el poste de un Dimitrievski ya batido.

Y si con un timbrazo al poste concluyó la primera batalla, la reanudación no podía ser menos. Ocurrió en la misma portería, pero los equipos ya estaban cambiados, así que fue el Rayo el que iba a rozar las mieles del gol para saborearlas en la segunda arremetida. Trejo recibió un balón mordido en el área y, con esa habilidad que tienen los genios para hacer cosas cuando parece que no hacen nada, lo envió a la madera izquierda de un Pacheco que se estiraba sin premio. La suerte hizo que el travesaño escupiese el balón a la pierna derecha de Advíncula, que, sin pararlo, lo puso, delicioso, al segundo palo. Allí emergió Raúl de Tomás sobre las cabezas de una defensa que andaba cogiendo sitio. Emergió, sí, porque los ases así lo hacen: emergen, irrumpen, dominan su espacio y asestan golpes mortales. El ariete rayista volvió a demostrar que es una serpiente letal dentro de la caja, una mamba negra que no falla. Otra vez volvió a ser vital para las aspiraciones de los de Míchel. Pichi, el chulo que castiga. Golazo y escenario idóneo para desahuciar fantasmas. Pero también para dejarlos entrar.

Dos minutos después de adelantarse en el electrónico, otra vez la psicofonía del VAR. El colegiado esperó hasta tres minutos para que la sala de videoarbitraje le certificase que no había nada en una acción en la que era más que evidente que no lo había. Sin embargo, en el córner que dio pie a la reanudación, no fue capaz de advertir de una agresión de Manu García, más excitado y pasado de rosca durante todo el partido que Tony Montana a la espera de los sicarios latinos, sobre Álex Moreno. Una muestra más de que la tecnología apenas vale de nada cuando las manos humanas que la mueven son incapaces.

En la parte intermedia del segundo tiempo, el panorama era muy evidente: el Alavés buscaba el empate y el Rayo que no llegase. Fácil, sencillo y no por ello menos incierto. Lo intentaron los locales con varios ataques sin demasiado peligro. Un remate a las manos de Dimitrievski a la salida de un córner, un tiro lejano de Darko Brasanac que se estrellaba en Imbula para salir por línea de fondo… Sin inquietar excesivamente la meta del macedonio, los babazorros ya intimidaban al Rayo con su expresión más cruda. Para más inri, Abelardo había agitado el encuentro con el ingreso de Jony en sustitución de un Manu García que no se quitó el cuchillo de entre los dientes en ninguno de los minutos que disputó. El ex del Sporting es el jugador que más participa en los goles del conjunto vasco y su incidencia sobre el estado de ánimo local fue palpable a las primeras de cambio. Míchel trató de buscar la respuesta en la velocidad de los contragolpes. Para ello introdujo a Álvaro García en lugar de Embarba, voluntarioso, aunque menos acertado que en otras ocasiones. Nada más pisar el verde, el extremo procedente del Cádiz remató un centro que se paseó por delante de la meta defendida por Pachecho sin encontrar un segundo rematador.

Restaban algo más de quince minutos cuando el técnico asturiano decidió que era entonces o nunca. Si quería rascar mantener su racha de invencibilidad en Mendizorrotza tenía que meter toda la carne en el fuego. Así las cosas, el sueco Guidetti y Rubén Sobrino dieron descanso a un desaparecido Borja Bastón y a Burgui. Entonces, el área del Rayo ya era un incendio. Tres ocasiones en apenas un minuto pusieron a prueba los nervios, la tensión y el corazón del hincha franjirrojo. Primero en una acción en la que John Guidetti, que venía de fuera de juego, reclamó un inexistente penalti de Velázquez. Seguidamente, un pase de Jony a la retaguardia que no conectó Calleri. Y para terminar, un remate del chileno Maripán que Dimitrievski observó marcharse, cerca, por la derecha de su arco. Quizás fue por el miedo a perder de los vallecanos, por el empuje de los babazorros o quién sabe por qué, pero el Rayo se vio tan apretado que empezó a desarrollar ese tan necesitado otro fútbol. Ese que no gusta cuando nos viene en contra, pero qué bien sienta cuando nos trae puntos. En ese empeño cayó Santi Comesaña. El de Coruxo vio su quinta amarilla y no podrá comparecer ante el Leganés el próximo lunes. Una baja importante que se une a la de Bebé, que también fue amonestado en los segundos finales del encuentro.

Los de Míchel han comprendido, por fin, que, al fútbol, a veces gana el que reconoce los momentos en los que no se debe jugar. Y dónde. Y en los últimos minutos apenas se jugó y, sí se hizo, fue lejos de las áreas. El entrenador vallecano introdujo a Medrán para retener el esférico y, unos minutos antes, retiró a Trejo y dio el testigo a Bebé para buscar una acción definitiva que estuvo a punto de llegar en el último suspiro. El trallazo del portugués, desviado en una fotogénica palomita por Pacheco, fue el preludio inmediato al triple pitazo final que llevaba al Rayo a salir de la chimenea. Algo que parecía imposible hace apenas unas semanas. Es lo que tiene el fútbol, que antes de matarte te quita la vida varias veces. Con el final del partido –y aquí regresa el mal periodista– me acordé de mi camiseta. Herida, pero jamás derrotada. Del pequeño hilo que nacía en la franja roja y que, de pronto, se asemejaba a esa frágil línea que indica que un enfermo, poco a poco, recupera el tono y el color.